El perro, al igual que muchos hombres, rehúye la soledad. Se hermana con sus congéneres, sin odiosidades profundas, pero con el mismo apego que esclaviza a los hombres. Hasta que conoce a un ser humano. Y comprende entonces que si logra ser su amigo, tendrá a un gran aliado. Se acerca a dicho hombre buscando una caricia, una sobada al lomo, se siente querido, se demuestra como un amigo incondicional. Aunque el hombre lo regañe y ya no le brinde comida u oculte su cariño. El perro intuirá que en el corazón de dicho ser se ha firmado una alianza. Y aguardará, día y noche. Y se desvelará, porque el perro fue hecho para ser así, para ocultar su impaciencia, para responder a una fidelidad tácita.
Muchas veces el hombre, egoísta y poco fiel, más motivado acaso por un practicismo ancestral, toma al perro, lo sube a su vehículo y se lo lleva lejos, tan lejos que el perro comienza a gemir. Porque a él le duele perder a un amigo. Aunque éste sea un canalla, un ser sin corazón, el perro sólo huele su calidez y sintoniza con sus latidos. Aunque la alianza haya sido rota de forma unilateral.
El perro se queda solo, muy solo. Husmea por todos los rincones, acaso tratando de encontrar los girones de esa amistad rota. Huele y se desespera y aúlla a la noche infiel que fue cómplice de esta canallada. No buscará un nuevo amigo, no porque esté descorazonado sino porque el perro no sabe de infidelidades.
Y parte tras la huella y no sabrá ni de noches ni de días ni de aguaceros ni de obstáculos en su paso. Trotará con el corazón anhelante y sin rencor alguno, porque en el fondo, un perro es un niño.
Pasan los días mas el perro no ceja. Huele aquí y alza sus orejas, se tiende a ratos y jadea sin cesar. Luego, se levanta y prosigue su marcha. No sabe lo que significa el desencanto, porque el perro es esperanza.
Después de mucho, el perro comienza a reconocer el paisaje. Alza una vez más sus orejas y redobla su trote anhelante. Amanece el día con un sol radiante. Se sienta en sus cuartos traseros y aguarda, allí se queda esperando el destino.
-¡Rucio! ¿Qué haces aquí? ¿Cómo llegaste?
Y siente esa mano tosca sobándole el lomo acariciándole sus orejas y sabe que esta vez, todo será distinto.
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