Siempre llegaba tarde a todo evento. Cuando nació su madre le contó que tuvieron que extraer su cráneo con un forcé porque el parto estaba retrasado.
Nunca llego temprano a ningún lugar. No por falta de voluntad sino porque su naturaleza se lo mandaba. Una vez conoció a la mujer de sus sueños, era una bella criatura, rubia, alta, de ojos que parecían vaciar el cielo. Casi no creía su suerte y menos aún que lo esperara en ese lugar que tanto le recomendó.
Tomó el taxi que lo llevaría a la felicidad eterna, con sus jóvenes veintiún años. Sus precauciones eran extremas. Se sentó, con su cinturón de seguridad, por supuesto, pero con sus manos aferrado al asiento del conductor para aumentar las posibilidades de supervivencia en caso de colisión.
Por suerte no paso nada. Esta parado en el lugar que lo había citado. Por primera vez en su vida había llegado temprano. Sintió algo extraño. Primero, ansiedad, obviamente, la mujer que esperaba lo ameritaba. Extrajo un cigarrillo de su bolsillo, pero no lo prendió, el fuego podría ocasionar un accidente involuntario. Todo debía estar previsto y asegurado. Nada podía salir mal.
Pasan algunos minutos y la cita no aparece. Como no tiene nada que hacer, se sienta en la acera. De repente un vehículo policial cruza a toda prisa la intercesión, no respetando la luz roja.
Pierde el control y atropella al incauto sentado en la acera. Muere de inmediato.
Si hubiera llegado unos minutos tarde nada habría pasado. A veces, muchas veces en la vida, es preferible tarde que “trágicamente temprano”.
|