ONEIROS
Nota del Autor: Este cuento, tercero de la serie La Vieja Casa-Taller, está respetuosamente dedicado a tres personas, a saber, Neil Gaiman, Ana María Matute y Marguerite Yourcenar... y a una historia maravillosa llamada El Teatro de Sombras de Ofelia, de Michael Ende. Va por ustedes...
Todo era distinto en la vieja casa-taller, aunque esto no quiere decir que fuera peor. Pero mucho habían cambiado las cosas, mucho en verdad. El Dador de Luz era ya apenas un ominoso recuerdo en las mentes de los habitantes de la casa, y el viejo Maestro Juguetero ya no hacía nuevas figuras, salvo las que reponía en su Obra. Los hermanos eran ahora mayores, unos jovencitos que crecían en cuerpo y mente y que ganaban en poder. Miguel, por ejemplo, era ya un fornido joven de abultados músculos, al parecer mal controlados, pues en uno de sus típicos ataques había destrozado una de las más hermosas figuras del Maestro, la del Dragón, que a pesar de ser una de las más resistentes no había podido resistir los violentos impulsos de aquel que domina el Caos (o eso decía, el tunante). Por contra Raguel, el silencioso, último de los hermanos, era cada vez más adusto, y para él los días eran cada vez más cortos, porque veía lejos, y sabía que el momento estaba cerca, y que pronto recibiría una Espada, una Espada de platino, con el símbolo de un Relámpago grabado en su superficie, porque mía es la Venganza, dijo el Señor...
Menos mal que Azrael, la bella, la niña (ahora muchacha) que vino de Afuera, continuaba siendo como un soplo de aire fresco, y mientras retiraba (como era su misión) las viejas figuras de la Obra canturreaba alegre, porque solo se vive una vez, y eso la Muerte lo sabía mejor que nadie.
En fin, que en la casa todo iba tirando, como quien dice, y la figura del Tiempo se ajaba y cuarteaba como debía ser, y nada escapaba a los inmutables días, que se sucedían uno tras otro, aunque... la figura preferida de Azrael, aquella que ella descubriera, la de la Esperanza, un día, cierto día, bueno... un día sonrió con su hermosa talla de mujer. Cosa que Azrael notó. Y ella también sonrió. Condenadas mujeres...
Esa noche, cuando todos dormían, soñaron. Por primera vez.
El viejo Maestro Juguetero, Hacedor de la Obra, soñó con el Futuro. Y muchas cosas descubrió, cosas que no sabía, para su sorpresa.
Miguel soñó con batallas, con gloriosas victorias en las que su brazo era el portador de la paz, paz conseguida a través de la sangre y el fuego. Y Miguel conoció la piedad.
Rafael, Sandalphon y Uriel vieron la tierra, y a los que la poblaban. Y a partir de aquella noche dudaron, porque no veían figuras. Veían criaturas.
Raguel soñó. Soñó con el Arrepentimiento.
Y abajo, en el Sótano, el Dador de Luz también soñó. Pero los sueños del primogénito del Maestro nos están vedados.
Azrael no soñó.
La mañana acarició con sus esbeltos dedos la vieja casa, y la familia se reunió para desayunar, como siempre. Y mientras el viejo Maestro se disponía a servir el chocolate caliente (y el café para El mismo) se quedó quieto, mirando una de las ventanas, porque en esa ventana se dibujaba una cara, una cara juvenil, que miraba curiosa a la familia. Pero Azrael, que la vió también, corrió alegre hacia la puerta, la abrió y salió Afuera, cosa que nadie salvo ella y el Maestro hubieran osado hacer. Y volvió a entrar con el desconocido.
El chaval, con Azrael cogida del brazo, no tenía nombre. Era un muchachito delgado, pálido, y de cabellos negros y ojos grises. Bueno, grises parecían. Porque al preguntarle por su nombre, las brumas de sus iris tomaron el color de la plata, y brillaron con una luz que jamás se había visto, y que jamás podría ser descrita, porque era única e inimitable. Pero su voz era suave, tranquila, y por intercesión de Azrael pidió cobijo en la casa, porque estaba cansado de caminar Afuera. Y la bella Azrael dijo que lo había conocido mientras ella también caminaba Afuera. No, no era su hermano. Ella no tenía hermanos. Pero respondía de él. Entonces el viejo Maestro se adelantó y miró con sus profundos ojos al joven, que le devolvió la mirada sin pestañerar, mientras sus plateados ojos relumbraban suavemente.
Entonces, sorprendentemente, el viejo Maestro sonrió, complacido, y admitió de buen grado al joven en la casa, porque, en el fondo, el viejo Maestro también era un soñador. Y le dió un Nombre. Le llamó Oneiros.
Entonces, como en un sueño, el viento penetró amablemente en la casa, y silbó a través de los resquicios, y hubo Música, por primera vez.
Oneiros era extraño, como todos pudieron comprobar en los días que siguieron. Era tranquilo, pausado, y siempre vestía de gris y plata. Y aunque los ropajes de los hermanos eran suntuosos, siendo como eran obra del Maestro (que además de Juguetero era otras muchas cosas) las vestiduras de Oneiros tenían alguna extraña cualidad, o quizás fuera cosa de su gracia y donaire innatos, el caso es que... el caso es que ninguna criatura de la Creación tenía el porte de Oneiros, el que vino de Afuera. Nadie.
Era, como ya se ha dicho, tranquilo. No tomaba parte en los juegos y chanzas de los hermanos, y tampoco sentía interés en las labores del Maestro. Sentía debilidad por su amiga Azrael, con la que conversaba a veces. Y Sandalphon también charlaba en ocasiones con él. Pero la mayor parte del tiempo permanecía solo, y pensaba. Pensaba mucho. Los hermanos, que no le hacían mucho caso, cuchicheaban a veces sobre el extraño inquilino, y en no pocas ocasiones interrogaron a la hermosa Azrael sobre él, pero ella, la inimitable Azrael, sonreía como solo ella sabía hacerlo, y nada les respondía. Sin embargo, un día lluvioso, la doncella se diriguió al salón, donde Oneiros contemplaba las danzantes llamas de la chimenea, y le preguntó si le gustaría conocer al joven que habitaba en el Sótano, mientras el soñador Oneiros miraba las luces y sombras del fuego. Y entonces él la miró, con sus plateados ojos brillando misteriosamente, y Oneiros pudo escrutar la mente de ella, cosa que nadie hubiera podido hacer, y asintió.
La puerta del Sótano se abrió, obediente a la mano de Azrael. Pero cuando Oneiros fue a cruzar, la puerta crujió ominosamente, reacia. Mas una puerta no podía oponerse a la voluntad de Azrael la bella, y una mirada de advertencia de sus negros ojos terminó con las tonterías. Y Oneiros bajó los húmedos escalones, solo. La puerta se cerró a sus espaldas.
El Dador de Luz, aburrido, jugaba con sus figuras y sus Ratas. Pero escuchó el ruido y miró a la persona que a él se acercaba. Y frunció el entrecejo, extrañado.
Las Ratas, que desde cierta visita de la Muerte se habían vuelto más precavidas, se acercaron a olisquear al intruso. Oneiros, al ver a los bichejos, se alarmó un tanto, pero al comprobar que ellas tenían tanto miedo como él, se tranquilizó, y les mandó retirarse, cosa que no hicieron. Entonces algo se apoderó de él y, repentinamente, les mandó dormir. Y un repentino silencio se extendió por el frío Sótano, porque el Sueño había hablado.
El Dador de Luz se situó frente al joven, que le miró, entre curioso y temeroso. Porque, no nos engañemos, seguía siendo el primogénito, y, aunque hubiera Caído, continuaba siendo el más grande. Y el Innombrable sonrió, al ver el temor en los ojos del otro, y con un maligno sentimiento de orgullo ordenó con el pensamiento a su joya que relumbrara con todo su poder y toda su fuerza... y la joya brilló. La Luz del Maestro Juguetero centelleó como el Alma del Creador, y en el centro de esa Luz estaba el Dador de Luz, hermoso y terrible como una estrella viva...
... y la estrella viva se quedó helada, porque los ojos de Oneiros eran ahora plata pura, al reflejo de la Luz; los ojos del que vino de Afuera se empaparon de Luz, y la devolvieron como un mar de plata, como un bálsamo de ondas... como... como el sentimiento que nos invade al despertar suavemente de un sueño bello y agradable, para que nos entendamos. Pero una parte de la Luz no fue devuelta, sino que penetró en Oneiros. Y allí, en lo más profundo de su Ser, germinó al fin una semilla, que se desperezó y creció vigorosa, afianzándose en la fértil Tierra del Sueño.
Pero la Luz que sí fue devuelta quedó en el Sótano, después de que Oneiros se marchara. Y el Dador de Luz la utilizó para sus malignos designios, y la pervirtió, convirtiéndola en horrendas pesadillas... no seamos duros con él. A fin de cuentas, en algo tenía que entretenerse el pobre.
Cuando Oneiros salió del Sótano su amiga Azrael le miró, inquisitiva, y vió que el cabello del joven era ahora de plata, al igual que sus ojos. Y sonrió, porque Azrael era en verdad maravillosa, y lo comprendía todo, y para todos tenía una sonrisa, aunque fuera la última...
Esa tarde los hermanos estaban conversando en el salón cuando vieron a Oneiros unirse a ellos, y grande fue su asombro cuando repararon en su plateada cabellera, pero se dijeron que, a fin de cuentas, era un tipo bastante raro. Y no pararon mientes en el asunto. Pero entonces Oneiros habló, y el sonido de su voz era como el murmullo del Mar, como cuando las olas de espuma baten en las playas doradas, y en la voz de Oneiros gritaban las gaviotas, y gemían los vientos; y pese a quién pese, no hubo, hay ni habrá jamás música alguna como la voz de Oneiros, el del cabello de plata. Y Oneiros, suave, les prometió a todos un espectáculo para esa noche, cuando las sombras se espesaran. Dicho esto, el joven se volvió y besó en la mejilla a la hermosa Azrael, que se estremeció ante el contacto, como si un viento frío y gentil le hubiera acariciado. Y el muchacho fue en busca del Maestro Juguetero.
El viejo Maestro estaba terminando el lote de figuras del día, como todo buen artesano. Pero notó unos delgados dedos en su hombro, llamándole respetuosamente. Se volvió y se encontró con el joven, y por cierto que no se sorprendió de su aspecto, porque aunque pareciera tan solo un Maestro Juguetero, en aquella casa eso es decir mucho, créanme que es mucho. Reclinándose en su butaca, el viejo le invitó a hablar, aunque supiera lo que le iba a pedir. Entonces Oneiros le dijo lo mismo que a los hermanos, pero además le pidió una cosa. Una Bolsa. Suspirando, el cansado Maestro sacó una Llave de plata de su bolsillo y abrió un cajón de prístino marfil, en el cual había una gastada bolsa de cuero, sin adornos. La sopesó un momento en sus manos, y con una mueca se la entregó al joven, que, al tenerla en su poder, sonrió...
... y todas las cosas del Mundo bostezaron, y entrecerraron los ojos, porque el Sueño florecía, y los llamaba con voz de plata.
El joven Oneiros se encaminó a la puerta de la casa-taller, la abrió y salió Afuera, ante el asombro de los hermanos, que no daban crédito a sus ojos. Y pasó el tiempo, mientras el sol iniciaba el descenso por los altos caminos del cielo.
Con un chasquido, la puerta se abrió de nuevo, y entró Oneiros, algo más pálido que de costumbre, porque eran pocos los que podían caminar Afuera sin peligro... salvo Azrael, naturalmente. Ella iba a todas partes.
Los hermanos se agolparon a su alrededor, preguntándole sobre su paseo, pero él nada les dijo, aunque algunos de los más perspicaces observaron su Bolsa, ahora llena de algo, y callaron, meditabundos. Oneiros, sin cuidarse de nada, se sentó y esperó. Esperó paciéntemente. Esperaba el Crepúsculo.
Mientras, en lo alto, allá donde el Sol navega y la Luna camina, el astro rey llegó al final de su viaje diario y bañó la tierra con sus dorados rayos, mientras el satélite era una cuchilla de plata en el manto azul marino, cortejada por las estrellas innumerables. Y entonces Oneiros se diriguió al taller del Maestro, más misterioso que nunca, y la familia le siguió. Se colocaron sillas y el público esperó, mientras el joven se colocaba junto a la gran mesa de la Obra. Apagó la mayor parte de las luces y miró la pared que estaba tras las figuras, y muchos han jurado que la pared, blanca, se estremeció bajo la mirada de Oneiros el Soñador.
Entonces, con un suspiro, Oneiros tomó la Bolsa y metió la mano dentro, y con un lento y elegante movimiento sacó un puñado de plateada Arena, y lo lanzó al aire, Delante, Sobre y Detrás de la Obra, y la Arena flotó mansamente en el aire tenue, destelleando, y no intento describir esta Arena, siendo como era algo de Afuera; baste decir que aquel que la haya contemplado volar en el aire ha dejado de pertenecer a este Mundo, y se ha asomado a Otro.
La Arena de Oneiros formó una cortina, y bajo esa cortina la luz se refractó y partió, y formó sombras en la pared del fondo. Formó sombras de las figuras que reposaban, inmóviles, en la mesa. Y esas figuras, imprecisas y estáticas al principio, ganaron nitidez, y cobraron vida, desarrollando escenas, escenas de afanes, escenas de penas, de alegrías, de amores, de odios, de muchas, muchas cosas, tantas como habitan en el corazón de las criaturas del Mundo, tantas como sueños hay.
Largo tiempo disfrutó la familia del espectáculo. Hasta bien entrada la noche. Y, cuando con un suspiro y un murmullo, el último grano de Arena se posó en el suelo y las sombras desaparecieron, todos se incorporaron, maravillados y felices. Pero se escuchó un carraspeo, y los jóvenes vieron que el Maestro Juguetero contemplaba asombrado a Oneiros, y que con voz apagada le preguntaba cómo había podido crear tales figuras de luces y sombras. Entonces Oneiros guardó su Bolsa, y respondió que las figuras no eran suyas, y que una sombra procede de aquel que la produce. El Maestro miró entonces su Obra, entendiendolo todo, y sonrió, complacido y orgulloso.
Y es que, ya se sabe, no solo importa el Alfarero. La Arcilla también es importante.
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