Soledad
Le dijo que no tardaría, pero ya había oscurecido lo suficiente como para activar la alarma.
Salió al porche y miró al frente. Ni una sola señal de vida. Todo cuanto alcanzó a ver sin pretenderlo, fue el infinito salpicado de estrellas.
Podría ser mágico, pero él no estaba allí. Giró la cabeza y se concentró en el punto donde gustaban de estar juntos, tumbados sobre el verde mantel de la hierba. Allí, presos del amor que se profesaban desde el año en que sus miradas se cruzaron y se rociaron con el perfume de la luz. La noche, el cielo y él. Sobre la nieve, bajo la lluvia, escarchados y ateridos, pero juntos.
Sospechó el gato su tristeza, y olvidándose del escarabajo que no atinaba a rodar su bola, saltó del poyete de la ventana hacia el hombro de Soledad y le roneó el cuello con mimo.
Sin él, el mundo le quedaba grande. Por más que el gato tratara de atraer su atracción, Soledad no dejaba de mirar el enigmático horizonte sin dejar de suspirar.
No debió decirle eso. Hubiesen podido tratar el asunto y llegar a un acuerdo, pero él se enervó y la llamó estúpida. Después salió de la casa para aplacar su enfado bajo la promesa de que no tardaría.
El recuerdo sacudió de nuevo su furia y desalojó al gato de su hombro con una palmada que aterrorizó al felino, quien se ocultó tras el frondoso arbusto que arrancaba del lateral de la casa con el pelaje erizado por el espanto.
Sabía a lo que se arriesgaba, y aún así, se atrevió a ofenderla. Podría haberle impedido dar tan siquiera un paso, pero la intensidad del insulto descolocó tanto sus pensamientos que se quedó allí plantada, mirando cómo se alejaba por el camino que lo apartaba de ella.
Imaginó la vida sin él y su mirada se llenó de lágrimas. Antes, la muerte.
Estiró entonces los brazos, agitó la varita y trajo de vuelta el camino, los árboles y el horizonte; después, se fundieron en un beso que hizo explosionar una tormenta de centelleante purpurina.
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