La contraseña

Ginés restregó la esquina del pañuelo contra la rija de su ojo derecho. La sibilante lengua de fuego que procedía de la chimenea descongelaba el frío que danzaba en el aire y teñía de ocre los visillos de la ventana y la cal de las paredes.
Olía a castañas asadas y a naranjas. A veces, una gota descarriada del grifo se estampaba contra el fregadero de la cocina y trituraba el silencio interrumpido solamente por la respiración acompasada del pequeño Martín y la pesarosa de su abuelo Ginés.

-Abuelo...¿te duele mucho?
-Escuece, gorrión. Y pica. Vaya que si pica-apuntó Ginés para servirse un vaso de tinto.
-Si te frotas así, te romperás el ojo. ¿Por qué no vas al médico? Es muy simpático y no te hará daño.
-Déjate, que no es para tanto- bebió un sorbo e insistió e frotarse el ojo.

Martín mordisqueó el capuchón del bolígrago y agitó la piernas que no le llegaban al suelo.

-¿La rata del granero era grande, abuelo?
-Como mi brazo de grande, gorrión.
-¿Tan grande?-exclamó sorprendido el pequeño.
-Y más.
-¿Y no te dio miedo?-saltó sobre la silla entusiasmado-.¡Seguro que no, porque tú eres fuerte y no tienes miedo de nada! ¿Te costó mucho cazarla, abuelo?

Ginés se cruzó de brazos.

-Te mueres por saberlo ¿eh, gorrión?
-¡Sí, cuéntamelo!
-Pues entonces, la contraseña-dijo, ladeando la cara.

El niño besó la mejilla de su abuelo.

-Contraseña correcta.

Y procedió Ginés a leerle de la historia escrita en el libro de su memoria.