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HOY AMANECIÓ JUEVES


El hombre al que todos recurren en sus peores momentos, está
vencido. Ha perdido la ilusión por la vida. Y ya nada parece . devolvérsela.
Dulce Jueves. John Steinbeck



Hoy de nuevo amaneció jueves en este absurdo pueblo. Y no es un jueves como otro cualquiera. Ni el pueblo tampoco. A todos sus absurdos se suma que hoy también aquí se hizo morir un posible polaco de quién nunca se supo con certeza de dónde hubo venido ni si en realidad era un verdadero polaco. Pero desde que llegó, con su ridícula y frágil figura, su historia fue toda una telaraña de conjeturas que él mismo, consciente o no, no se ocupó de ir aclarando al no dar explicaciones de su procedencia, ni lejana ni inmediata. Simplemente llegó y se estableció, tal que saliese de la nada. Y así anduvo, con su endeblez tímida entre la gente, hasta llegar al suicidio que venía eludiendo de mucho antes. Pero que de igual manera, por mucho que lo retrasara con extrañas fantasías y excusas de soñadas posibilidades, lo tuvo que asumir como un desenlace inevitable.
En verdad que este pueblo, al igual que el sumado polaco advenedizo, se ha ido borrando sin mayores ilusiones ni futuros. Aquí casi que nada es real. Quizá lo sea el viento candente que nunca es alegre arribando como suave aliento de fuego desde el mar; y tal vez lo sea también la tierra colorada que se pulveriza y vuela en el aire obligando a entrecerrar la mirada y a no usar inoperantes ropas blancas con frecuencia. Y quizá sea igualmente acorde a lo absurdo de este poblado el transcurrir del tiempo denso que por ser abominable se aposenta sobre las calles y la gente para embrutecer los pensamientos y los ánimos. Aquí nadie toma decisiones ni tiene apuro alguno. Todo es quieto y casi estático. Y la vida pasa lánguida y moribunda, con el estéril correr de los días que no dejan huellas, como sombras grises escapadas entre la gente que se desplaza entre ellas con pasos de plomo.
Y así, hoy, terminado todo, este día se recordará como más jueves que el que más lo haya sido en cualquier semana de cualquier otro año en que hasta la olvidada lluvia haya sido un recuerdo de algo que una vez sucedió. Tan sólo los más viejos podrán recordarlo y saberlo sin que alguien pueda sentir el olor de la tierra mojada en la memoria de las resecas narices. Pero aquí estamos, con un sol que ha estado a punto de reventarse y saltar en mil pedazos, con la luz hiriente y la inútil espera pesada y opresora, con el calor vibrante y áspero, con la insólita muerte del hombrecillo que sucumbió por su propia mano y cuya caída fue adivinada desde que dio el primer paso dentro del pueblo. Y con la altura casi ilimitada de las nubes blanquecinas y difusas que se borran en el cielo y que dicen y gritan al espacio que en efecto se trata de otro jueves más, lo quieran o no, en el que tampoco caerá ni una gota de agua. Para los que somos de aquí nada de esto constituye una rareza. Simplemente son cielos y nubes de un jueves muy seco de otro avanzado y hostil verano.
Y ese espacio caliente no ha sido otra cosa que un horno abierto y cruel dilatando su aire en todas direcciones. Y esa sensación de que es un jueves con que el ambiente en el mayor descaro ha despertado para mostrarse en cada detalle a los que en este pueblo convivimos, se ha regado uniforme desde un amanecer que quiso ser el domingo que le correspondía según el almanaque, y que luego se tornó radiante de resplandor, acumulándose de los signos de un apabullante jueves, con el aire enrarecido, como son los acostumbrados e irracionales jueves de por aquí, para entrar en cada casa y en todo sentir con una autoridad total, repartiendo bofetadas de presencia abrumadora contra la reticencia de los pocos que por inadaptados pudiesen protestar contra esa imposición de fechas, típica de este pueblo, que va a capricho contra todos los calendarios a mano.
El bochorno se mantiene inmóvil y asfixiante sobre las calles, dispersando los pocos ruidos y la escasa actividad que no se decide a arrancar a buen paso para culminar el despertar del indeciso movimiento del pueblo de una vez por todas. Y este improvisado jueves, introducido como una cuña en la semana, se siente en demasía en los olores que vagan por el espacio y en la poca gente que desde la media mañana ha salido a la calle y se ha dispersado a un lado y otro, ocultándose, sabiéndose sin importancia y en el mayor letargo, derritiéndose de indolencia, quizá arrepentidos de haberse asomado al mundo en tales horas y temperaturas sin tener algo significativo que hacer, para luego quedarse esperando por lo que no ha de llegar en un día equivocado. Los escasos transeúntes que han estado por aquí se han escurrido de a poco, sin dejar rastros, para así afincar aún más el vacío y la sensación de que es un jueves infame de un perverso y desolador verano que no da tregua.
Y también estando aquí, observando esa pesadez desde la poca altura que brinda una tarima que ha envejecido sobre el último de los portales que en fila corren de este lado de la calle, y sintiendo el chirriar de sus tablas y clavos como quejidos a cada pisada que doy sobre ella, pero desde el ángulo que brinda viendo lejos porque se domina la planicie en derredor, siento cómo el pueblo queda entumecido en ese juego alternante de simpleza que se va quebrando en vagas confusiones al romper y saltarse el hilo que desde siempre, y con mayor o menor orden se ha establecido para los días de la semana. Y a la fuerza, a empujones, como lo dicho, el ambiente grita que de nuevo hoy es jueves, el segundo de esta semana. Pero nadie sabe con certeza cuál día será mañana. Y tanto es así que hasta los más experimentados y duchos en esta cuestión absurda de cambios en los días de la semana están desconcertados y no aciertan siquiera con el orden de las horas del día.
Y desde este abierto ángulo de visión que me brinda el estar sobre la gastada plataforma, permanezco en mi quietud observando la lentitud y el aburrimiento inútil de este otro resplandor. Y veo el cansino avance de las sombras que proyectan hacia las calles los techos y paredes de las casas, y las de los pocos árboles que apenas se adornan con hojas moribundas, en su lucha por derrotar al sol que se ensaña en su potente reverberar de arrastrar los pies sin apuro alguno hacia el agobiante mediodía. Y puedo calibrar la vagancia quieta y morosa de los exiguos vecinos desperdigados que no se fueron a sus casas y se refugian perezosos para pasar casi desapercibidos, a menos que se desplacen de un sitio a otro o que conversen y gesticulen ocultos en sí mismos sentados como fantasmas en la protección de los zaguanes corridos que se empatan en filas por los techos y las paredes comunes de los lados de la calle. O los que se quedaron viendo a otros que se ubican más allá, en absoluta somnolencia, después de dos o tres cervezas tempraneras, sentados a su vez sobre taburetes que se recuestan equilibrados en cualquier apoyo, como siempre ha sido y es costumbre para muchos de los que en este pueblo de restos de fantasmas, dormidos, ignoran que tan sólo esperan colmados de inútil paciencia por el último instante de un último estar.
Y por momentos, dejándome llevar por los recuerdos de los relatos leídos en aquellos años jóvenes en que me introduje en la Literatura, al estar frente a este panorama tan repetido, la fantasía me hace imaginar y sentir que estoy en un jueves de otro pueblo, en Salinas, el que tantas veces contó Steinbeck, donde sería quizá un jueves nada distinto pero no tan significativo como éste que se ha vuelto envolvente y punzante y que se presiente de alguna manera que será también dolorosamente trágico y fatal. Porque allá, en Salinas, donde me lleva el recuerdo de aquellas narraciones, sé que también alentó el desencanto entre el viento con sabor a mar y a polvo viajero de un día similar de los veranos de California, como él los describía casi con dolor pero siempre certero en sus relatos. No pudieron ser distintos.
Y tal y como este riguroso Steinbeck contaba de su pueblo natal, siento la presencia abrumadora del mismo descuido de un tiempo invariable en el acontecer de todo lo que veo y he visto en estos predios míos desde que fui un niño. Aquí los naturales son también como aquellos emigrantes internos y trashumantes que él dibujaba en sus cuentos y novelas, pero lo son en su propia tierra y en sus costumbres, sin tener que cruzar fronteras ni ríos para arribar a cualquier paraje de otras gentes y costumbres con las clásicas espaldas mojadas por el cansancio y los sudores de la absurda vergüenza de la huida del patrio suelo manchando la ropa. Y porque aquí, igualmente, han cundido desde siempre la vagancia y la torpeza del “no me importa”, amarradas ambas a la desidia de la acostumbrada apatía de ir de un sitio a otro, como verdaderos vagabundos, polizones del polvo y del tiempo, a distancia de trenes y camiones, donde los hombres en realidad hormiguean y se alejan como pueden, andando y desenredando caminos y fracasos hacia cualquier parte, pero viendo siempre hacia atrás, y cuidándose de no olvidarse mucho ni perderse. El terruño, que les ha negado todo, también los llama.
La gente de este pueblo deja correr sus vidas como si su transcurrir no fuera con ellos y no tuviesen nada que hacer para cambiarlo. El yunque de la indiferencia aplastante sobre sus cabezas no les permite escapar y ni tan siquiera pensar en ello. Cargan ese peso que los abruma, pero no lo ven ni se dan cuenta que lo llevan. Y así, simplemente, se observan unos a otros sin apenas manifestar cercanía y a duras penas reconociéndose y viéndose crecer las barbas con una creciente indiferencia. Y lo dejan todo tal cual lo ven. “Así está bien”, dicen. Y los pocos acontecimientos se desmoronan en derredor sin trascendencia alguna para cada uno de ellos, como el correr del tiempo que no importa y no llena vacíos, cual una cascada casi inmóvil de minutos y horas que nada significasen y que en apariencia a nadie atañen ni importan en su incesante desplome.
Y en este ambiente de jueves que nos apisona bajo su grave pesadez y su calor radiante, ni un pájaro o una mariposa vuelan para mostrar un algo de vida, o de fugaz movimiento, o de alegría, aunque fuese yendo de un techo a otro, o para posarse entre insólitos y secos ramajes, o simplemente aleteando en el espacio abierto con sueños de golondrinas mudas que no encuentran fango para anidar y que sólo pretenden y simulan alejarse con sus alas afiladas cortando el viento como navajas. En estos jueves y a estas temperaturas, y con tanta luz, el tiempo en verdad se adormece hasta detenerse.
Y resaltando entre todo ello, deteniendo
mi visión, veo parado a un lado de la vía principal, tal que fuese un espía de ojos grandes y transparentes y rectangulares en acecho, como un escarabajo achantado, y como una burla, el sempiterno y añoso autobús azul añil y antiguo que entreteje los campos de esta región al ir y venir de pueblo en pueblo, uniéndolos en larga plantilla de caminos vecinales de tierra colorada y estrechas vías de piedrecillas y granzón, deteniéndose en cualquier punto de la ruta para recoger solitarios viandantes, agobiados de bultos y niños, después de levantar por los campos las delatoras y sobradas nubes de ese polvo rojizo que dicen de su paso y que se derrama por inercia sobre los últimos pasajeros que esperan por él al frenar en plena ruta. En esos nuestros campos sólo faltan los gigantescos sicomoros californianos para que el paisaje sea el mismo que el de la mítica y caliente Salinas, porque hasta el mar, en este caso el humilde pero nervioso Caribe, está cercano también, enviando sus sales de iodo en el viento, como allá lo está y lo hace el gigantesco océano Pacífico.
Y, como lo dicho, aquí, ahora, en este poblado, es jueves, igual al dulce jueves de Steinbeck, áspero y pesado, e impuesto a la fuerza, bien encajado e inventado por otro tipo de imaginación y de costumbres. Pero a la larga lo es. Es una cuña de veinticuatro largas y falsas horas desintegrándose lentamente. Pero es tan jueves como uno verdadero. Es un jueves completo para cualquier medida. Y todos los paisanos están de acuerdo en que es así.
Y lo es porque el señor Meyer, el pequeño polaco de la tienda, lo precisaba con una necesidad y premura interna extrañamente quieta. Su vida desde siempre había brincado por tramos quietos de jueves en jueves. Y esa quietud ocultaba un grito que se le salía por los ojos y que parecía multiplicarse de siglos dentro de él sumándose a sus ansias. Eran las mismas que todos en el pueblo podían ver y escuchar y sentir, aunque no hiciesen conciencia de ello. Lo presentían con sólo mirarle cuando tristemente caminaba entre la gente con el mentón casi hundido en el pecho, o cuando atendía en actitud casi impersonal en su tienda con los ojos a punto de gritar. Era su grito de silencio. Nada que ocurriese en cualquier momento con este hombrecillo les sorprendería.
Y desde que llegué me contaron los pocos conocidos que van quedando por aquí que ya han sido en exceso los jueves de este mes, siete o diez, que han pasado con esta misma tranquilidad aniquiladora. La gente anda silenciada de un lado a otro con sus pasos a rastras, aplastados de jueves, sudando su tedio. Y de esquina en esquina, los hombres, con las oscuridades de sus derrotas en la mirada y las preocupaciones hundidas en las arrugas, que como zanjas se agrietan en el ceño, buscan aunque sea un cajón para sentarse y una sombra donde encontrar refugio y así largamente fumar los ensalivados cigarrillos o los masticados cabos de tabaco. Y lo buscan para estacionarse donde lo encuentren, así sea en solitario, quizá mejor por sus costumbres de largos silencios entre las palabras, lo más protegidos que pudiesen ser, en la sombra más larga, y de ser posible conversando sobre el mismo calor de siempre y sobre la escasez en todos los niveles. Y todo eso entre oscuros escupitajos de fumadores incansables.
Y así, sentados en corrillos, permanecer durante horas rodeados de sol, ya apenas soñando sin ilusión con futuras escapatorias hacia esos otros mundos que ni siquiera pueden imaginar y que tan sólo conocieron a duras penas alguna vez en el cine, con aproximaciones de ideas y figuraciones de ambientes. Y entonces, siempre así, mantenerse monótonos, derrotados de sueños y tan sólo aliviados con sorbos de café y un algo de ron regañón que alguien trae durante los cortos intervalos de lucidez, alternando entre las repentinas somnolencias en que callan y dormitan recostados al aire y apoyados con los codos en los muslos para irse del mundo que les tocó vivir. Tan sólo ese café y un poco de ese alcohol de unos tragos de pesado aguardiente barato los suele revivir. Roto ese momento, y apenas regresando al silencio interno, los ojos vuelven a achicarse frente al resplandor que los vence al cabo de un minuto más.
Y aún puedo imaginar a las mujeres, casi como si no existiesen, atadas a lo tradicional de sus mansedumbres, a buen resguardo, que se mecen en sus sillones dentro de las habitaciones oscuras después de terminadas las labores de la casa y de los hijos. Y entonces se dedican a atisbar por las celosías para saber algo de la vida en derredor, poca en apariencia, pero vida al fin y al cabo, de la cual podrán impresionarse ligeramente, para después comentarla entre ellas en los raros encuentros que siempre son cortos y pudieran ser callejeros. Y ése es el pueblo. Y ya tan sólo faltan los perros y una que otra persona que pueda atravesarse.
Y ante tanto aburrimiento llevado a los extremos se presiente que algo extraordinario tendría que suceder. Y sería magnífico que así fuese. Se necesita un sacudón que estremezca y despierte y saque a la gente de esta apatía que puede adueñarse de cada cosa, y hasta de cada gesto, y hasta de la vida entera, llegando a destruir todo vestigio del sentir y del valer humanos. Y así tendrá que ser. Y de no serlo, de no ocurrir algo fuera de lo común y más que extraordinario, la heredada y por tanto tiempo mantenida modorra ahondará aún más para expandirse como una plaga y liquidar a todos, uno a uno, hasta borrar las mentes que ya piensan tan sólo por simple mecanicidad. Y al final, como muertos, quedaremos desaparecidos, tal que fuésemos sombras planas regadas entre las colillas y los escupitajos regados por el suelo y las aceras sobre las que se puede tranquilamente caminar y pisar. Quedando todos al final apenas dibujados sobre esas aceras como siluetas hechas con tizas negras, con carbones, siguiendo la forma de nuestros cuerpos dibujados en las sombras que hemos proyectado, en el último lugar en que estuvimos, cual débiles fantasmas de una escasa memoria de existencia.
Y sumándome al sentir que me rodea, presintiendo un cambio, como un extraño aparecido que se sabe más que inútil en este raro ambiente, puedo ver desde mi ubicación la calle principal que transcurre como un surco relleno de polvo en el que el perro callejero de recientes tardes se acerca a su más despacioso paso, cual un presagio, con aquella pose y aquel caminar igual al pueblo en la mayor vagancia. Y así anda, hasta fácilmente trepar y quedar echado en la esquina menos abrasada del portal de la tienda del señor Jacobo Meyer, el supuesto polaco pelirrojo que se apareció un día en el pueblo sin preámbulos ni vínculo alguno con alguien de aquí, igual que lo hizo el perro, y que se ha quedado por años en el mismo local que originalmente adquirió a expensas de su bolsillo, para asombro de muchos de los que en este pueblo nunca pudieron juntar y tener cuarenta pesos de una buena vez.
Y entonces, viendo esa insólita conjunción de dos líneas de vida que en nada concordaban, y de una tercera, la mía, y sin saber de un porqué, supe que el señor Meyer, y el perro que nunca ha tenido dueño y que le adjudicaban, serían la grieta y el canal de escape de lo que habría de venir para sacudirnos a todos y dejarnos también como si estuviésemos vacíos y abandonados.
El señor Meyer, con toda la apariencia de un judío de vicio y de exceso, errante obligado de pies a cabeza, se ha mantenido en el pueblo siempre fiel a su comportamiento impecable durante esta última etapa de su vida, la que aquí culminaría inevitablemente, tan sólo existiendo, respirando, siendo un ciudadano ejemplar, amable, visible o no dentro o en los alrededores de la tienda, a la vista de todos como un comerciante triunfador, pero encogido en su amortiguada y callada y pálida manera de vivir que no le sentía el sabor a cosa alguna. Pero también en todo momento muy alerta en su aparente timidez, observando, observando mucho, sin perder detalles, con sus ojos de pequeño ratón acucioso y sabio, penetrantes, tras los gruesos lentes de sus espejuelos que podían clavarse limpiamente en lo que fuese necesario con su mirar preciso y detallista.
A diario, desde el principio en que llegó a su nuevo mundo, este señor Meyer bien temprano ha aparecido en la puerta de la tienda, con sus ropas repetidas siempre limpias y sus corbatines de lacito de diferentes colores, bien estirados y derechos bajo la endeble mandíbula lampiña. Siempre amable saludaba por nombre y apellido, casi desde los primeros días y los primeros conocidos, a todo el que veía. Una vez identificado el nombre de alguien, ya no lo olvidaba. Se comportaba como una debilucha presencia de memoria impecable, nerviosa, confiable e infalible.
Pero por todo su tiempo también ha permanecido emocionalmente apartado del resto de la gente, como evitando asomarse a ese otro ambiente al que sentía o había imaginado que no pertenecía, separado por una raya invisible que él mismo trazó y que celosamente cuidaba, sin intimar, apenas aproximándose a la vida del pueblo y sin asimilarse por completo a las usuales costumbres del mismo. Alternar y servir sí, pero la camaradería y el compartir con la gente no era su especialidad. Jamás alguien lo había visto tomándose siquiera un vaso de cerveza en una barra junto a otras personas.
Y poco a poco, al ir apagándose con los años, invariablemente había dado la impresión de que todo en su vida ha sido así, casual, y desapasionado, y carente de importancia existencial. Pero en verdad desde un principio su cálculo fue preciso y conoció de cuanto sucedió a su alrededor. Y reconoció infalible quiénes fueron los involucrados en cada hecho y quiénes personalmente lo simpatizaban y quiénes no. Pero, como lo dicho, los conoció y vivió sin jamás involucrarse en ellos, ni por media nariz, ni con los hechos ni con los actores. Tan sólo observaba sin comentar. Y rechazaba la intimidad humana.
Ya hace mucho tiempo que el inagotable señor Meyer, exceptuando los domingos, jamás ha dejado de abrir su almacén apareciendo escoba en mano en la mañana bien temprano para barrer su portal, y que nunca ha tenido una discusión ni un altercado con nadie, y que pocos han llegado a querer pero que muchos respetan y prefieren para hacer las compras en su mejor surtida tienda, es una referencia obligada del pueblo en la zona entera. Y él lo sabe mejor que todos. De los alrededores vienen las familias a surtirse en el almacén del “polaco”, como lo llaman, “el que tiene de todo”, dicen. “Y que si acaso algo no lo tiene -agregan- con toda confianza se le puede hacer el pedido dejándole un pequeño depósito. Porque él seguramente lo conseguirá y cumplirá la palabra que empeñe”.
Y ahí, en su portal, haciéndole distante compañía, se instala el oscuro perro marrón salpicado de manchas marrones más claras que inexplicablemente igual que él se mantiene limpio sin importar el tiempo ni el clima, con todo aquel polvo volando en el aire, y que se ha ligado cual un sello a él y a la tienda. Y que apenas se mueve para evitar la escoba con la que el señor Meyer lo despierta una y otra vez al barrer el piso a su alrededor desde la mañana. Y que si se mueve, sin molestarse, sin gruñir, se regresa de inmediato al sitio donde estaba. Son compinches que no sudan ni se alteran.
Es el mismo perro de largas orejas caídas y ojos llorones, como Meyer, cual un borrón inmóvil y diario en una esquina del frente de la tienda. Y echado permanece, con las patas estiradas, donde es más densa la sombra, durmiendo por sesiones, como copiando y haciendo coro con los hombres que regados se recuestan con sus taburetes a las paredes de las casas y a los troncos de patios y de cercas. Y desde allí, desde su portal, porque sin lugar a dudas se trata de su portal, a ratos, abre la mirada, lento y perezoso, igual que sube vencido el telón cansado de un teatro venido a menos, sin fijarse en nada, como presintiéndolo todo y no queriendo mirar la tristeza del señor Meyer y de la calle silenciosa y casi vacía de peatones.
Y allí se queda, sin apuros, esperando y sabiendo en cada momento lo que inevitablemente va a suceder a su alrededor, porque sabe esperar y adivinar, cual si fuese una pitonisa que no necesitase una bola de cristal para presentir lo que a cada cual le viene encima. Y ahí se queda, con sus largas orejas marrones gachas. Es su esquina preferida. Y él la identifica. “Es la esquina del perro de Meyer” dice la gente. Y en ella sobrevive en el tiempo a las moscas y al calor. Si acaso pasas a su lado subiéndote desde la acera al portal de la tienda, evadiendo el castigo del sol, y llega a mirarte con lejana presencia desde el piso, como suele hacerlo, verás que en ese momento pareciera que te comunicase algo desde su tristeza y sabiduría, pero siempre lo hará con humildad, sin voces, con abandono, sin moverse y sin abrir la mirada de un todo. Sí, ése es su portal.
El perro es como el pueblo. Y como Meyer. Van juntos. Y quizá espera que te inclines y le pases una mano cariñosa y piadosa por la cabeza para entonces cerrar los ojos y con una escasa atención, y sin entusiasmo alguno, menear la cola manchada de diferentes marrones barriendo el piso. Después te mirará como si estuviese de regreso de un llanto de sueños donde te modela que se sintió y continúa sintiéndose muy solo y desvalido. Es un viejo perro socarrón, y vago, y noble, que se deja querer con pasividad, y que, como por milagro, todavía conserva el brillo de su amansado y corto pelo por el cuerpo entero.
Y todo ese escenario no es otra cosa que una atmósfera más que conocida y repetida de rutinas que contribuye para que hoy volviera a ser jueves. Pero de cierta manera y sin saber por qué, ya se esperaba que lo fuera. El ambiente lo había dicho desde muy temprano. Y quizás fue anunciado desde varios días atrás. Es muy posible que sin quererlo el señor Meyer se haya encargado de hacerlo cuando al comienzo de la semana salió caminando de la tienda con el perro, bajando los tres escalones del portal y andando a su lado por primera y única vez con rumbo a la cafetería que absurdamente se adosaba a la estrecha funeraria que sólo él en ocasiones visitaba sin la presencia de la muerte. Iba y se sentaba en la hilera de sillas vacías, y allí se quedaba por horas. Y todos se extrañaron de verlo en esa ocasión con el perro. Y lo comentaron en explicaciones. Y entonces verificaron que algo extraordinario tendría que suceder.
Y no sería nada extraño que hoy haya amanecido jueves como lo hizo si no fuese porque hace dos días no fue martes. Y porque ayer no fue miércoles. Y que por lo tanto, a ese ritmo de saltimbanqui, mañana no se pueda vaticinar que día de la semana será. Pero aquí nadie se extraña porque eso les importa poco y suele suceder. Y porque éste es un pueblo que despierta día a día cercano a la locura. A veces, cuando un día cualquiera el aire trae un algo de frescura y a la gente le provoca salir y caminar calle arriba y calle abajo, y así visitar los negocios como si estuviesen de fiesta, entonces todos sienten que es domingo o que están de vacaciones. Y se alegran y visten las mejores galas. Y no se presentan en los trabajos. Y lo viven convencidos de que es tal. Es más, ni remotamente lo pueden cambiar. En este pueblo, y sobre todo en los veranos excesivos, los días de la semana pierden el ritmo natural y de buenas a primeras se desordenan y se alternan a capricho de la gente.
Habrá que esperar a que este jueves de hoy pase de la medianoche, y se esfume, para quizás alcanzar a saber lo que amanecerá mañana con relativa certeza al salir el sol. A menos que las próximas horas den algún indicio orientador y entonces se pueda predecir lo que ocurrirá. A veces el calendario de la intuición y la experiencia que se ha acumulado en la gente del pueblo hace esas cosas, y se trastorna. Y entonces la denominación de los días anda como dando esos brincos de caprichos entre su verdadera nomenclatura de fechas y de días de la semana quedando ese nombre a merced del sentir y la imaginación popular. Pero al parecer este día de hoy está tan cargado del espíritu de un triste jueves que sin lugar a dudas se mantendrá como tal y no cambiará ni en un segundo esa apariencia con su avance hacia la noche y hacia un nuevo día que a nadie sorprenderá fuese cual fuese. Tan sólo el señor Meyer y su perro lo podrán convertir en un día extraordinario que de seguro jamás se podrá olvidar.
Y el tener conciencia en este asunto es de suma importancia en estos lares, porque la gente de por aquí, por lo general, ya no se fija ni confía en lo que dicen esos estrictos almanaques que llegan a finales de año de la capital con sus publicidades y el adelanto del año venidero, con las hojas apretadas de papeles presillados para ser colgados en las paredes, luciendo fotos de colores de propagandas llamativas de playas y mujeres en trajes de baño y cremas para protegerse del sol. Y otros calendarios, menos ambiciosos y poco atractivos, para ser posados como tacos incoloros y a la larga como estorbos, luciendo sus grandes números y santorales sobre los escritorios y mostradores. Y nada, ahí están y sirven de poco, y en ocasiones de pisapapeles, pero en esta materia simplemente la gente los consultan como referencias pues se guían por sus percepciones y se ajustan a ellas. Y es más, en cualquier caso, nadie se desconcierta ni pierde sus costumbres cuando los días en el reloj del sentir y en las fechas en los almanaques bajo el potente sol desarmonizan.
Y así, hoy sólo se sabe que este día tiene color y ritmo y sabor de jueves. Se siente a jueves, se respira jueves en todas partes y en todas las cosas. Y es que también la negra Marcelina, la que vive con sus cuatro muchachos al final de la calle principal, gorda y reilona, y querida por todos, al despertarse y vislumbrar su jueves, desde muy temprano se dedica a preparar en el patio de la casa, bajo sus matas de mamey, sobre la hoguera de leña, su afamado dulce de tomates de los jueves. Los demás días, hace otros. Pero siempre los prepara entonando viejas y tristes canciones con su bella voz de profunda contralto.
Y así se aceptó. No hay dudas, hoy es jueves. Ya se siente el olor del almíbar y del tomate de Marcelina que aroman la calle a pesar del poco viento. También fue que un avisado madrugador, regresando de sus alcoholes, tuvo la gentileza de anunciarlo desde temprano en el centro del pueblo cuando estiró los brazos y la espalda en medio de la naciente radiación, botando la pereza de la cama o del trasnocho, camino del trabajo, y dijo, tras un abierto y estirado bostezo: “Hoy parece jueves de nuevo, y lo es. Y es el tercer jueves de la semana”.
Y tras ese preaviso así se mantuvo por el día entero. Fue más fácil aceptarlo. La luz, la lentitud de la monotonía, el cansancio, el poco movimiento en los soportales y las calles donde no se veían niños corriendo ni alborotando con sus juegos de pelota, ni rodando sus ruedas de bicicleta impulsadas con un palo, ni se veía el carromato del frutero, ni el del carbonero, ni mujeres haciendo mercado, ni el turco cobrando sus cuentas. Todo lo decía. Se respiraba un ardiente jueves casi que como nunca antes, más bien como cumpliendo una necesidad y una sentencia para que el pueblo estuviese acorde con lo que inevitablemente tendría que suceder. Porque un jueves tenía que ser. Y Meyer lo necesitaba y agradecería. Y lo demás, poco que importaba. Simplemente hoy es jueves. Y punto. Es jueves para el señor Meyer, y para el perro, y en última instancia para el pueblo entero.
Y para rematar, es un interminable jueves de un verano de temperaturas escandalosas del mes de agosto, como nunca antes, en el que no ha caído ni una gota de agua y en el que se siente como si el mar se fuese a derramar sobre aquellas llanuras para regarlas de algas y de peces y de un algo de humedad con la que aquietar la sed de la Naturaleza. El sol se luce allá arriba, inclemente, y limpio, y brillante, y agotador, sobrado de verano y vacío de nubes, a sabiendas de que tiene que comportarse como es debido para no desentonar y entonces ser sin lugar a dudas un sol de jueves de un agosto demoledor y quebradizo a como dé lugar. El más caliente de todos.
Y el polvo se levanta en las vías del pueblo con un impulso improvisado y caliente, y de interrupciones, en cortas ráfagas y torpes remolinos originados a veces por el paso de los pocos vehículos que circulan en la tarde, congestionados de prudencia y de flojera. El que más polvo levanta es el esporádico autobús provincial de la zona, el que en ocasiones se lleva los sueños de los pasajeros que son de la partida y que a veces no vuelven nunca más, como la señora Meyer, que se fue, perdiéndose en el futuro sin despedirse. O como otros, que regresan por sorpresa muchos años después y entonces ya son tan sólo los residuos de lo poco que habían sido. Y es que además de no haber conseguido nada de lo que hubieron soñado antes de la partida, perdieron lo irrisorio y miserable que habían dejado atrás en abandono.
Y en estos hechos el autobús se desplaza por la calle con su peso de anchura y sus ruidos de engranajes gastados sumándose a los traqueteos de las traseras ruedas mellizas. Los camiones hacen lo mismo, pero más ruidosos, y con muchas más ruedas. Pero los camiones apenas cuentan. El autobús es la razón de un acontecimiento de curiosidad en cada visita que hace, el alma del pueblo, uniendo a todos por los tentáculos de caminos enrojecidos con el resto del mundo, con sus cuatro arribos diarios después de contactar las cinco poblaciones vecinas.
Y ese almacén de Jacobo Meyer donde el perro dormita, en la calle principal, se mantiene como siempre con la puerta entreabierta mientras vive la luz del día, en cierta manera invitando al consumo y a la sombra. Y su caprichoso y alto zaguán permanece a medio sol, cortado por la sombra que da el techo en ángulo de luz en el piso, sin asientos ni resquicios para que alguien pueda sentarse a descansar por un buen rato protegido de la radiación y así quedarse viendo el movimiento de los carros y el pasar de la escasa gente por las aceras. Los tuvo, pero no, el mentado señor Meyer, que vive en la trastienda, a un costado de la puerta principal, retiró esos largos bancos de madera hace casi tres años, cuando ella se fue. Y ya no está pendiente de nada de eso ni le interesa en absoluto que la gente se siente a la sombra o al sol. No lo está, ni de eso ni de casi alguna otra cosa. Y cada día menos. Prácticamente se fue borrando como ciudadano activo del pueblo y del mundo. El señor Meyer se ha quedado medio muerto desde que ella no está. Y como medio muerto, con desgano y vacío realiza casi todas sus actividades.
Y a nadie le parece raro, y lo dejan en paz, y sobre todo lo respetan y entienden. Y lo suelen mirar con débil lastima. Y no le tocan el tema porque saben que la herida es honda. Y es que al señor Meyer ya no le importan los árboles y sus sombras, ni los taburetes ni las piedras, ni el sol, y mucho menos le interesan ni le importan los asientos que tuvo en su portal y que ahora pudren sus maderas amontonados en el patio. Al menos no como le concernían los asuntos del pueblo y de la tienda en un principio, cuando llegó con su mujer para abrir ese negocio.
En aquellos tiempos, sin exageración alguna, siempre comedido y callado, se veía desenvolviéndose diligente y con más entusiasmo. Nadie en el pueblo sabía de dónde habían llegado, y por más que lo intentaron averiguar con preguntas y referencias tanto directas como solapadas, nunca lo pudieron desvelar. Él evadía las averiguaciones con una sonrisita de ojos chiquitos y huidizos. Y quizá por el recuerdo de otros personajes, quizá de alguna película, o porque a alguno se le ocurrió al establecer una semejanza con algún viajante que alguna vez anduvo por allí, lo identificaron como “el polaco” desde que extremadamente pulcro y organizado inauguró esa tienda bajo la mirada tenaz y autoritaria de su esposa, la consabida polaca. La abrió al público luciendo en el portal el día de la inauguración sus pantalones brincapozos bien planchados, sostenidos desde los endebles hombros por aquellos tirantes que tanto llamaron la atención. Y pulcro en extremo se mantuvo por años al igual que su almacén. Todo en su lugar. Y memorables perduraron también esos tirantes que al principio parecieron ser insuficientes y que a la larga resultaron eternos.
Y polaco se quedó señalado, porque su aspecto, como el de ella, ambos de pocas carnes, pero ella con más, con la piel tan blanca y pecosa resaltando contra los ojos azules y el pelo azafranado que hacían palidecer aún más sus palideces, eran muy alejados del estampado y variado color criollo que los rodeaba. Pero el señor Meyer, más allá de su actual abandono de vida, desde hace más de esos tres años a lo que siempre ha estado atento y pendiente desde que ella lo abandonó es al movimiento de la esquina de la calle, a su izquierda, más allá del perro echado, y un poco más allá del final de la cuadra, donde queda la parada en la acera de enfrente del autobús que tantos hilos había roto en otras oportunidades y que insensible al dolor que restaba en la tienda, se la había llevado. A ella y a su pequeño maletín apretado contra el pecho. Dicen que la señora Meyer caminó bien temprano desde la puerta de la tienda, bajando del portal, yendo por el medio de la vía hasta la parada, decidida, sin mirar hacia atrás y a paso ligero, escapándose, sin levantar la cabeza ni saludar a los que ya estaban en la calle. Y dicen que se sentó dentro del autobús con la mirada dura y la boca apretada viendo al frente sin precisar nada. Tan sólo una que otra vez rectificaba la posición de los espejuelos sobre su nariz.
Y hacia esa parada mira Meyer día a día con máxima atención, atisbando entre el cortinaje que lo oculta tras la ventana, como espía de mirar rasgado de persianas por donde a veces saca la capirra cabeza de facciones apagadas y ojillos de roedor acucioso, aumentados por las gafas, para indagar en ambas direcciones sobre los pasajeros que llegan o se van. Eso es lo que hace, vigila y espera. Espera por ella. Y ansioso y nervioso se truena los nudillos con sus huesudos dedos, como pocos podrían hacerlo. Duele ver y escuchar cuando los hace sonar tras el mostrador de la tienda, allá abajo, donde las manos no se ven, durante los intervalos de una venta, antes de manipular el dinero y la mercancía, o cuando lo hace al pasar a tu lado andando por las calles y aceras con la pajarita bien estirada bajo las alas del cuello de la impoluta camisa. Trac, trac, trac, una y otra vez, tal que intentara desgastarlos. Los suena secos y rítmicos, y raquíticos, como dados y martillos, como disparos perfectamente sincronizados.
Pero la ansiedad apenas aliviada con ese tronar le ha sido en vano para apaciguar su espera, porque, aunque desde la ventana puede ver las cuatro arribadas diarias del autobús, ya lleva más de los nombrados tres años de la sufrida deserción en esa expectativa ansiosa sin que se presentara lo único que le podría interesar para volver a la vida. Igualmente, después de cada arribo del autobús, revisa la calle y las galerías de largos portalones que se comunican contiguas bordeando la vía por ambos lados, sobre peldaños más altos que las aceras, una y otra vez, insistiendo, por si en un momento se hubiese descuidado y ella hubiese regresado de algún otro modo sin que lo advirtiera. Vivía seguro de que si anduviese por allí la localizaría enseguida.
Pero no, no está, ella no está. No está parada a un lado, ni se escurre entre la gente con su habitual andar rapidito que a él tanto le molestaba cuando la veía desplazándose allá afuera o cuando salían juntos a caminar y apenas podía seguirla con sus insuficientes y cortos pasos. Pero a ella no le importaba dejarlo atrás. Ella seguía como si él se hubiese borrado en el camino desde mucho antes y continuaba hablándole como si caminase a su lado. Y esa ausencia y ese andar con él por el pueblo ya no tenían remedio. Simplemente no estaba. De nuevo le tocaba resignarse hasta la esperanza del próximo autobús.
Pero hoy, en su jueves, parado en su observación como era su costumbre tras la cortina, pensaba igualmente que desde que abrió la tienda en la mañanita, hasta esa hora, con el sol tan alto, la venta había sido nula de nuevo. Ni una persona había entrado y ni un caramelo se había vendido. Las campanillas de la puerta no habían sonado. Y la caja registradora tampoco. Pareciera que todos hubieran decidido quedarse en casa. Ya esa circunstancia era un exceso de jueves que igualmente lo afectaba mucho. Y recordó con vano orgullo que a lo largo de los años, no importando dónde estuviese, siempre podía escuchar el sonar de las campanillas al más ligero batir de las puertas. Y podía también identificar cuándo era la brisa la que las hacía tintinear. Pero hoy no, hoy todo seguía igual, como si el tiempo y el pueblo y el mundo se hubiesen detenido.
-Pero claro, -pensaba- hoy es jueves.
Y bien que lo sabía. Como también sabía que no era igual a otro jueves cualquiera. Hoy era su jueves. Y hasta llegó a sentirse con un poder no conocido al identificarse con ese jueves que sin lugar a dudas sería suyo. Y pensó de nuevo en ella, siempre en ella, que lo dejó a un lado del camino en un vacío de horas hastiadas y noches interminables y solas, sin hijos y sin posible tranquilidad. Ella se había esfumado para tan sólo quedársele incrustada en medio de la frente. Era la misma que muy temprano un día, sin dar señales, había abordado el primer autobús de la mañana, casi en la madrugada, sin anunciarlo ni despedirse, y que no regresaba. La hubiera escuchado de presentarse en la puerta. Ante el sonar de las campanillas él siempre sabría cuándo pudiese tratarse de ella y entonces lo abandonaría todo para ir a recibirla. Miles de veces lo había soñado. Y no le importaría y hasta se alegraría sin reclamo alguno de que lo dejase bien atrás cuando caminaran. Pero no. Ahora ella vive en otro pueblo. Y es ama en otra tienda. Y se recuesta a otro hombre en otra cama. Y escucha otras campanadas. Y camina por otras aceras. Y seguía pensando, y seguía repitiendo la imaginada escena, como infringiéndose un castigo con otra voz: -La señora Meyer -como él la llamaba hasta en sus pensamientos-, se fue en el autobús casi sin que alguien la viera. Y nunca más regresó. No, no regresó. Y seguramente no regresará.
Pero el que sí está es el perro, el inaudito compañero. Echado en su esquina. Ése no le fallaba. Y desde su rudimentario y acobardado escondite tras la cortina, entre mirada y mirada llevaba rato observándolo también, con su acostumbrada desazón, como a diario. Y de vez en cuando el perro en su infinita espera igualmente lo miraba, como adivinándolo en el instinto. Al menor movimiento de telas que percibía en la ventana, de inmediato miraba hacia allí, sabiendo que él estaba escondido con su pena detrás de la cortina, observándolo todo. De siempre, pero ya no, porque ahora eran casi amigos silenciosos que sólo se comunicaban con miradas y comprensión, le había provocado espantarlo y arrojarle algunas piedras, para que no volviera, igual a como hubiera querido echarla a ella de sus adentros cuando lo supo todo, a pedradas y patadas, pero al final nunca lo hizo. No pudo. Día a día le faltó el coraje. Y hoy, por ser jueves, ya era demasiado tarde para esa rectificación mental y ese sufrimiento. Hoy era él quien tendría que irse.
Por momentos se consolaba pensando que quizá también el perro había estado esperando por algo que igual sólo él podía soñar y eso los encompinchaba un poco. Nadie lo sabe. Pero allí han convivido por mucho tiempo, compartiendo sus infortunios. Y es posible que en los eslabones de la desgracia que los unía fuese que en algún momento pudo haber llegado a contactar y encariñarse un poco con el piojoso y fiel animal que extrañamente se apareció en el portal el mismo día en que ella se fue. Y allí se quedó.
Volvió a revisar la calle. Y lo hizo con una mirada larga que se metía entre la gente, con ojos escrutadores, como taladros, en esta ocasión por la cuadra completa y recorriendo otra cuadra más hacia ambos lados. Nada. Resignado y cansado de estar triste se sonrió tras una mueca de amargura y silencio. Se ajustó los lentes y rectificó la posición de los pantalones que se olvidaban sin caderas.
-Claro -pensó reiterativo- hoy es jueves, y los jueves son así. Los jueves no son días de llegadas ni de alegrías. Son días de perro. De un jueves no se puede esperar nada mejor.
Y acentuó la mueca de desagrado en la boca y en el entrecejo apretado.
Y siempre supo que las cosas importantes de su vida tendrían que desencadenarse y ocurrir un jueves. Como de siempre se desataron y le ocurrieron. Lo sabía con la precisión que le otorgaba el haber vivido montones de ellos como su día más odioso y siempre portador de calamidades. Y se le estrujó el pecho. Creía en eso. Y ya había esperado demasiado tiempo y más que sobrados jueves. Y encima de todo, muy por encima del pensamiento y de la espera, y de lo ruinosamente imaginado, y de lo sufrido, y del perro que se lo había anunciado, y de los recuerdos, y de la soledad, y de las campanillas, y del maldito autobús, y de mucho más allá, y del calor que era aplastante también, exagerando a lo acostumbrado, sintió que su mundo seguía igual. Y el exceso de calor lo confundía y mareaba en su debilidad y le hacía perder su sentido de la espera.
Y aquel sofoco de sudoración era típico de otro encierro más, el que tenía por dentro. Seguramente el peor de todos. Y siempre el perverso jueves atravesado de por medio. Y jueves seguiría siendo por el resto del día. Y quizá mañana absurdamente lo sea también. Estaba convencido que de ser así no lo soportaría. Y mirando por la ventana, soltando los estrechos hombros para dejar caer la espalda, con el sol enclavado en ángulo casi exacto sobre los ojos, la exuberancia del resplandor que lo alcanzaba ahora le hería y le turbaba la mente. Y el aburrimiento lo aplastaba. Y la soledad sumisa y callada mucho más. Y el exceso de jueves también, más que cualquier otra cosa.
Miró de nuevo hacia el remoto perro dormido que ya iba a ser igualmente alcanzado por la línea de luz del avance del sol sobre el piso, y sin quitarle la vista, con una mano como visera, casi sin articular palabras le susurró algo clavándole los ojos, despidiéndose, apenas moviendo los labios. En ese instante el perro lo miró también, como si imposiblemente lo hubiera escuchado, o presentido, esta vez con la mirada bien abierta y levantando y volteando extrañado la cabeza. Las orejas le cayeron a lo largo del pescuezo hasta los bordes de la boca jadeante de verano y de dientes y de la pastosa saliva que no podía detener.
Al verlo en esa pose incrédula y sorprendida, pero de certeza, a Meyer hasta le pareció que en realidad era un perro hermoso que le comprendía y al que nunca le hizo el caso que se merecía. Pensó que pudieron haber sido buenos amigos. Y de repente sintió que hasta lo quería. Y al verlo tan tranquilo, y acaso tan solidario, esperando también, por única ocasión se dio cuenta de que nunca lo había escuchado gruñir o ladrar corriendo tras los carros y bicicletas ni amenazando a alguien. Sí, era un perro raro. Y le sonrió, quizá ese perro había llegado para ser su guardián y estar allí en el espacio de un último jueves y siendo un compañero hasta la Muerte. Le quitó la vista y cerró la cortina.
Buscando una mayor tranquilidad para serenarse detalló a su alrededor los escasos muebles de la habitación y las ropas desordenadas de la cama. Revisó el techo y las paredes como si los viese por primera vez. Y abriendo de nuevo la celosía aún miró hacia el infructuoso punto de parada del autobús. Inútil, no había nadie. Ni tan siquiera estaba el azul autobús que debió llegar a las cuatro y que siempre cumplía con el horario para partir media hora después. Y la esquina se veía desierta. Nada. Y nadie llegaba ni se iba. Seguía estando solo. Y no esperaría por la próxima llegada. Y ya, que se sentía de nuevo ansioso y demasiado fatigado por tanta pesadumbre. Y no estaba dispuesto a continuar en esa espera sin frutos. Para él, había llegado la hora y el día.
A paso lento se alejó de la ventana, tronando también despacioso una vez más los nudillos de ambas manos, en perfecto orden, alternándolas de golpes a la altura del pecho. Le dio, ahora sin agitación alguna una vuelta a la vieja cama, bien atento, concentrado, colocándose al otro lado, de espaldas al viejo armario. Y abrió la vieja gaveta de la vieja mesita de noche que dormía junto a la vieja pared de tablas azules. Y sacó el viejo revólver con las viejas y vírgenes balas. Sí, así es, viejo todo, tranquilamente pensaba que de pronto todo lo veía tan viejo como en realidad era. Un poco de óxido del metal de la culata le manchó los dedos.
Se volteó. Y sin que le importara, sin miedo, persuadido por el abandono y el peso de aquella ausencia que día a día lo había hundido en la rutina y en lo amargo de la soledad, como si estuviese muerto de mucho antes, parado frente al espejo del armario, con su acostumbrada debilidad levantó con convicción el revólver sin quitar la vista de su imagen. Viendo sus movimientos, y precisando un sitio bajo la camisa, tanteando con los dedos, con suaves maneras y sin rechazo alguno en el brazo, tal que lo hubiese practicado y hecho antes, montó el percutor y se dio un tiro, perpendicular y seco, y definitivo, en medio del pecho. Cayó hacia atrás como golpeado por un mazo.
No, no fue un jueves cualquiera, por supuesto que no. Pero sin lugar a dudas que sí fue como un jueves enloquecedor y demasiado cálido de agosto donde algo extraordinario tenía que suceder para justificar tanto calor y tanta angustia. Y sucedió.
Después se recordarían los acontecimientos con mayores detalles, o con detalles inventados, cuando alguien preguntara por la historia de aquel local que quedó vacío y destartalándose por tantos años en el centro del pueblo, con varias tablas caídas y la ventana rota. Y tendrían que decirlo con justicia: fue lo que quedó de un jueves de un agosto muy caliente cuando se mató Jacobo Meyer, el polaco. Un jueves. No importando en absoluto lo que dijese de ese día y esa fecha un verdadero calendario con su añadido santoral y su pedante y deshumanizada y pretendida exactitud.
Sólo los que no pueden identificar y diferenciar las características de cada día, o que no conocieron mi pueblo y sus similares regados por el campo, no lo pueden entender. Un martes y un domingo no se parecen en nada. Y los pueblos tampoco. El nuestro era el pueblo “donde se mató el polaco que esperaba el jueves preciso para morir”. Y así se quedó. Es más, allí todo es diferente. Y las horas no transcurren de igual manera a partir de la salida del sol.
Y hoy, muchos años después, si alguien pregunta por el tan sonado suicidio, aún se recuerda y se comentan esos hechos con la misma desolación de aquel jueves en que se desparramó la noticia, tal que antes, a la sombra y al sol, con lujo de detalles, igual a como se quedó flotando esa tragedia entre las calles y las casas del pueblo para aumentar su natural tristeza y desolación.
Pero lo que más resaltan en la historia que se cuenta es que a partir de esa hora del disparo, en ese día infame en que el desventurado y bueno señor Jacobo Meyer se mató, el perro se bajó del portal con su parsimonia acostumbrada y andando por el medio de la calle principal se fue del pueblo, más despacioso de lo que acostumbraba andar, sin variar su mirada, ahora quizá cojeando un poco, con una soledad mayor a la que trajo. Miraba hacia los lados de la calle y a la gente, sin aparentar reconocerlos, con pesadumbre, con sus párpados a medio camino, con miradas aplastantes, sin precisar sitio ni persona. Parecía un reclamo andante. Y sí, cojeaba levemente. Y no regresó nunca más. Y la señora Meyer tampoco. Ni tan siquiera vino a ocuparse del muerto.
Y nadie entendió cabalmente ese desprecio, o nadie lo quiso entender. Porque de seguro, decían, que la señora Meyer supo de la noticia del suicidio ese mismo día en que Jacobo Meyer se despidió de ella, y del perro, y de esta vida. La voz noticiosa de la comarca, sobrepasando con mucho al chisme, llegaba a tiempo a todas partes. Para eso servía también el autobús. Y entonces, con la ausencia de ella en el velatorio, todos los asistentes aún sintieron mayor lástima por la continuación del abandono y de la nueva soledad que en la muerte acompañaba al señor Meyer. Nunca más oiría campanadas.
Y sí, fue un jueves, un jueves tan triste como éste de hoy en que cuento esta historia y en el que el almanaque absurdamente quiere imponerme que se trata de un viernes. Y lo dice bien claro en letras grandes y números negros sobre el papel barato de un color gris turbio, amontonado por los bordes al grueso taco, como si fuese una irrefutable verdad. “Viernes”, dice. Pero no le hago caso. Porque no, seguro que no, me resisto a ello. Porque yo también soy de este pueblo y no le hago mucho caso: hoy es jueves. Y mañana, al menos aquí, no se sabe qué día de la semana será. Pero es mejor así. Y como están las cosas posiblemente ha de venir otro jueves más.
La angustia punzante en el recuerdo que quedó de Jacobo Meyer y su endilgado perro así lo requiere. Y así espero que se cumpla. Mañana será jueves. Y me quedaré donde estoy, haciendo votos de solidaridad con la presencia perfecta de ese otro jueves que ha de venir y con la decisión de despedida que tomaron el señor Meyer y aquél su perro fiel del cual no se supo nunca más. Y también con la irrevocable resolución que en su día tomó la señora Meyer: la de irse para no volver. Soy uno con ellos. Aunque yo no me voy. Amo a este pueblo. Prefiero lo absurdo a lo fácilmente posible.

Texto agregado el 11-10-2014, y leído por 56 visitantes. (0 votos)


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