Nota: Re editado. Este texto fue escrito hace tiempo por CALICHE Y SOFIAMA.
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No parecía tan malo el negocio aquel de vender la tristeza por kilos, sólo bastaba meter las manos en mis bolsillos y desprenderla para amasarla con el algodón de azúcar que mis clientes solían mezclar con sus propias penas; y así, poder soportar las que ya no les cabían en los ojos.
Era frecuente ver a mis compradores en una fila interminable, sobre todo, en navidad cuando ofrecía dos tristezas por una. Ésta era tan infinita que, a veces, tenía que regalarla. Anhelaba conseguir con ello que unas manos, menos frías que las mías, la arrullara y la sacara de la sombra. Concebía la enorme esperanza de que esas manos cálidas tuvieran la habilidad de agarrar mi tristeza por la raíz y la transformara en algo diferente, de manera que yo pudiera volver a mirar con alegría a través de las ventanas de mi alma.
Sin embargo, nada, absolutamente nada, me hacía imaginar que aquella pequeña que hacía fila junto a los otros clientes, pudiese tener aflicciones más profundas que las mías y, menos aún, que ella pudiera reemplazar el dolor infinito que acunaba en mi pecho, por un sutil aroma de astromelias. No obstante, sucedió.
En un golpe de mirada triste, la niña atrapó la mía; y me quedé solo sin mi tristeza. Durante mucho tiempo, cada vez que la pequeña se asomaba por una esquina con su aroma de astromelias, no podía evitar tapar con las manos el agujero profundo que me quedó en el pecho después de que la chiquilla había apresado mi pesar.
Sin entender muy bien cómo lo hizo, pero consciente de que la niña no debía cargar en el alma su tristeza junto a la mía, decidí armarme de valor y acabar con aquella situación que me provocaba, inclusive, más vacío del que tenía antes de que ella se hiciera cargo de mi congoja.
Un día, cuando el olor de las astromelias asomó a la esquina, decidí hablar con la niña para ver si en el fondo de su mirada podía capturar nuevamente la melancolía que se había llevado de mi pecho herido. Me senté en cuclillas para quedar a su altura, acaricié su larga cabellera, la miré directamente a los ojos, le di un beso en la mejilla y la abracé.
Ella, como si se desprendiera de unas cadenas que amarraban su libertad, comenzó a contarme la historia de su vida. Mientras ella hablaba, yo lloraba desesperadamente. Cuando dejé de llorar, pude ver el alma de la niña. Entendí que había un mundo más allá del mío, pleno de cosas por mí desconocidas. Tomé consciencia de que siempre hay un camino en pos del conocimiento, y que éste es el que nos lleva a descubrir el universo lleno de ensueños.
Cuando la niña dejó de hablar, observé que un reflejo vibrante de alegría se había apoderado de sus ojos. Descubrí, entonces, que la pequeña hacía aquella fila no porque quería comprar tristeza, sino porque deseaba encontrar a alguien con quien compartir su mundo solitario. A partir de aquel momento cuando la chiquilla llegaba con sus astromelias, ambos nos acompañábamos en los momentos solitarios de nuestras vidas.
Así fue como llegué a comprender que aún me quedaba mucho por aprender, por soñar y, sobre todo, por compartir. El hueco de mi pecho ya no era tal, y en el rostro de la niña se volvió a dibujar la sonrisa que quizás antes tuvo. Entendí que cuando el corazón está triste y no sabe de dónde viene la tristeza, hay que indagar en las señales que nos da la vida para asimilar el rol que cada quien tiene que cumplir en la existencia que le toca vivir.
Un nuevo día,
el sol está radiante,
abre la flor.
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