Unos golpes en la puerta azotada por la tormenta hicieron que Julio dejara por la paz la lectura de Sófocles para asomarse a la mirilla, a punto de soltar sapos y sierpes por la interrupción.
No tardó en reconocer los rasgos de un hombre como sacado de un sarcófago, con los pocos pelos adheridos al cráneo ominoso y un gesto de resolución de mula que lo hizo aporrear de nuevo la puerta.
Julio abrió, ceñudo ante la presencia deplorable del personaje. Luego ladeó el cuerpo para que entrara, incómodo por su cauda de agua como rastro de un caracol mutante en el piso de rombos sinuosos de Dalí.
El hombre llegó hasta la sala y se detuvo. Entonces Julio se apuró para acercarle una silla, impidiendo que mancillara el sillón con su cuerpo flaco cubierto apenas por un pantalón de cholo y tres suéteres de estambre raído sobrepuestos, contra los que apretaba un morral pringoso.
“Está cabrona el agua, amigo”, dijo el individuo identificado por Julio como el ajedrecista a quien encaraba los domingos en el parque cercano, sacando apenas algunos triunfos y unas cuantas tablas luego de meses de confrontación.
Julio fue por otra silla para no menospreciar al viejo acomodándose en el sofá. Entonces pugnó por articular el nombre que el visitante alguna vez expulsara de su boca de muppet.
Así que Julio posó las palmas en sus piernas y fijó una sonrisa aséptica en su cara rechoncha, presionando en los archivos de su inconsciente: “¿Cómo se llama este buey…? ¿Obdulio… Omilio… Emilón…? ¡Obdilón! ¡Este buey se llama Obdilón!”
Obdilón extrajo de su talega un tablero de ajedrez doblado y protegido por una bolsa de plástico donde “El Genio Abarrotero” aventaba ofertas como haría un malabarista con algunas pelotas de buche.
Sólo entonces Julio abandonó su pose diplomática y hasta se demudó al observar que Obdilón asentaba el tablero en sus rodillas temblorosas, sacando de la bolsa algunos peones y alfiles.
“¡En la madre!”, pensó Julio al observar las piezas que le habían quitado el sueño meses atrás, cuando se aproximó al sitio donde Obdilón manipulaba los trebejos haciendo tiempo para que alguien lo enfrentara.
Julio recordaba la primera de las múltiples batidas con Obdilón, cuando perdió uno tras otro los juegos en que sus ojos jamás se desprendieron de las figurillas medievales que opacaban al ajedrez de Bergman en “El Séptimo Sello”.
Obdilón caló a Julio con sus ojillos insípidos y musitó: “Aistán las piezas. Nomás deme veinte mil, que es lo que necesito pa’ mi operación”.
Julio se estrujó la boca pensando en todo lo que se había gastado en su tele de plasma y su Mac, donde hacía poco viera en el Internet las referencias al “Ajedrez de Ahmed”, robado un siglo antes de un museo turco, y del cual sólo se conservaban algunas fotos donde unos hombres en trajes de levita jugaban con elegancia impostada.
“¡El puto Ajedrez de Ahmed a veinte mil pesos! ¡No mames, buey! ¡No-ma-mes!”, pensó Julio, quien estuvo a punto de correr hacia su habitación para sacar el efectivo que guardaba en un marranito psicodélico “para lo que se ofreciera”.
Sin embargo una parte intrusa en su mente lo sometió, y en vez de aceptar la oferta se descubrió preguntando intrigado: “¿Qué operación?”
Así fue como se enteró de que Obdilón tenía un padecimiento cardíaco, y que requería el billete para sobornar a un primo infame que lo registraría como pariente en el seguro, donde lo operarían sin cobrarle los doscientos mil que le saldría la intervención en cualquier hospital privado.
“¡Putos muéganos y palanquetas!”, pensó Julio, en quien se libraba una batalla ríspida entre su conciencia y la poderosa tentación que representaban los peones con las carillas de los terribles mártires Basij, los alfiles que tal vez se inspiraron en los rasgos graníticos de Saladino, “¡…y los reyes, brother, igualitos al pinche Ayatola!”
Julio se levantó, sin más respuesta que un asentimiento nervioso. Fue a su habitación y sopesó algunos instantes su alcancía, donde los ojillos ingenuos del marranito parecían calibrar el temple de su espíritu.
“¡Putos muéganos y palanquetas!”, terminó diciendo Julio al recordar la prodigalidad de su abuelo Julio César al soltarle sus mesadas, casi como adelantos de lo que sería su herencia a falta de otros candidatos más meritorios.
“Porque ni madres que les deje nada a toda esta bola de cabrones lambiscones, m’hijo”, recordó Julio el juicio del abuelo sobre los parientes que sólo se le acercaban para pedirle favores, o de su propio padre, a quien Julio desenmascaró ante el viejo una ocasión hacía pocos años, ganándose la confianza del anciano.
“¡Putos muéganos y palanquetas, carajo!”, repitió Julio.
Poco después Obdilón agarraba aire para incrustarse de nuevo en el aguacero que no menguaba ni tantito, mientras Julio observaba absorto las piezas del ajedrez que sólo aceptó como préstamo para que un anciano ebanista conocido le hiciera “al menos una pinche copia, brother”.
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