Calixto

Tenía una verruga pilosa en mitad del entrecejo y una cardiopatía congénita. Estaba ciego de un ojo y medio sordo de un oído.
El brazo derecho medía la mitad con respecto al izquierdo y la ingesta masiva de antibiótico redujo su dentadura a dos muelas y un colmillo.
La orina, teñida de hematuria, a veces era pura sangre y le escocía. Su vientre apuntaba hinchado por la retención de líquidos y por la disfunción del hígado.
Era bajito, rechoncho y contrahecho. Tenía halitosis, pequeños brotes de esquizofrenía en primavera y la meningitis que cursó de adolescente le dejó el labio superior descolocado.
Calixto no tenía amigos, ni novia, ni perro que le ladrase. Sus padres le dejaron huérfano con diez años, y la abuela que lo acogió en su casa murió maldiciendo la existencia de un nieto al que, en todo cuanto pudo, lo apartó del mundo para evitar los diretes.
Sufrió mal de amores porque se enamoró de Pilar, pero no fue correspondido. Tenía ya más de medio siglo y no quería irse de este mundo sin haberlo escuchado.
Se encaramó sobre los dedos de sus pies planos a un palmo del precipicio y, colocando sus manos alrededor de la boca, gritó:

-Te quieroooooo...
-Te quieroooooo, te quierooooo, te quieroooo, te quierooo, te quieroo, te quiero, te quier, te quie, te qui, te qu, te q, te, t...

Y sonrió Calixto agradecido porque el eco le dijo que le quería y no le importó cuánto de feo y desagradable resultara a los ojos de sus semejantes.