Lo que tengo claro es que fue en Antofagasta, a mediados del sesentaiseis, y el cielo estaba encapotado y el mar quieto. Aun quedaba en el aire un calorcito suave, aunque corrían las primeras horas de la tarde. Las viejas casas de madera apolillada se arremolinan entre mar y cerro, y sus colores deslavados van cambiando mientras se mueve el sol. A medio camino, una casita color musgo se confunde con las otras, pero parece ser la única que tiene un patio, que está separado de la calle por un cercado de madera vieja. Bajo un techito de calaminas oxidadas, un hombre cose una pelota de fútbol color tierra. Es un viejo flaco de pelo corto, con bigotes, y sus brazos resecos parecen ser demasiado largos. Un perro igual de flaco está echado a su lado, y varias gallinas recorren el patio, escarbando y picoteando con prolijidad entre las raíces de un pimiento medio seco y un desparramo de fierros, tarros, restos de una puerta, un lavatorio lleno de polvo, un tambor cortado y lleno de cachivaches, trozos de cañerías con costrones oxidados, un esqueleto de carretilla, y otros cien trastos inútiles.
El viejo viste una camiseta sin mangas que alguna vez fue blanca, y gruesas venas destacan en su cuello y en los bruñidos brazos. Ni siquiera miró al muchacho que bajó desde las casuchas del cerro, contoneándose con las manos en los bolsillos, y tampoco cuando este llegó hasta el cerco, y lo usó de apoyo para amarrarse los zapatos. El perro intentó un ladrido desganado, y el viejo le dio un manotón suave para que se callara. El muchacho se quedó mirando hacia el viejo, mientras se movía como si un viento invisible le produjera suaves oleadas en la espalda, que se onduló cuando comenzó a arreglarse la camisa. Luego hurgó en el bolsillo superior, y sacó un cigarrillo medio doblado, lo amoldó con los dedos y se tanteó los bolsillos, mascullando.
-Eh, taita, ¿tiene fósforos que me convide?- el viejo lo miró por primera vez. -Pasa- dijo, e indicó con el mentón hacia la mesita que tenía a su lado. En ella, se veía un tarrito con tapa, una bola formada por restos de vela que el viejo usaba para ensebar la pita con la que cosía, una lezna, un rollo de cordelillo, una taza con restos de té, y un encendedor.
El muchacho entró, volvió a cerrar el cercado y se sentó al otro lado de la mesa, examinando el encendedor. Lo hizo chasquear, lo apagó, lo chasqueó nuevamente, se quedó mirando la llama, y después de unos segundos, encendió su cigarro.
-¿Que está haciendo? – el viejo no respondió, y siguió apretando los lazos a cada lado de la costura, y ahora tenía la lezna en la boca.
- No me dirá que todavía juega a la pelota.
-Es para mi nieto. Y ya puedes irte- dijo sin levantar la vista, concentrado en la secuencia de lazos, que bajaban lentamente a cada lado de la costura a medida que el viejo los tiraba con ambas manos.
-Oiga, ¿no es usted Doroteo Fernández, el famoso maleante apodado El Flaco Teo?. Por ahí escuché que Ud era seco con la cuchilla, y que se echó unos años de cana por faenar a un par de gallos y por marcarle la cara a otros varios.
-No creas todo lo que te dicen, muchacho- dijo el viejo después de pensar un rato, sin levantar la vista de la pelota – y ya te dije que te fueras.
El mocetón dio una bocanada larga -¿y si no quiero irme?- después cruzó los brazos sobre la mesa y volvió a agarrar el encendedor. El viejo ahora suspiró, y luego de un rato miró al muchacho, y le habló calmado. -Si no quieres irte, puedes quedarte; pero mantente callado, y deja tranquilo al pobre encendedor. No quiero conversar, porque solo converso con mis amigos, y además, ya habrás notado que estoy ocupado. Ahora, si no puedes mantener la boca cerrada, te pediría nuevamente que tuvieras la amabilidad de salir y cerrar la puerta- Luego sacó un pequeño cuchillo del bolsillo trasero de su pantalón y cortó fácilmente la punta de varios cabos ya apretados, y con la misma punta los rehundió dentro de la costura, haciéndolos desaparecer. Volvió a guardar el cuchillo y siguió tirando, apretando y anudando cada lazo.
-¿Y esa minucia es su cuchillo? No parece la gran cosa.
-Es suficiente.
-¿Suficiente para matar a un hombre?
-Suficiente con tu cantinela. ¿No tienes otro lugar para ir a perder el tiempo? ¿No escuchas cuando te pido que te vayas? ¿Qué quieres, realmente?
-No tiene que hablarme tan golpeado. Solo pregunté si Ud era el famoso Flaco Teo, pero veo que solo es un viejo con malas pulgas.
-Muchacho, si quieres calentarme la cabeza te advierto que estoy vacunado. No te voy a pescar. Si no puedes dejar de parlotear, entenderé que sencillamente eres idiota. Y yo tengo una paciencia infinita con los idiotas. Es posible que siendo niño te tocó dormir en la parte alta de una litera, y quizás te caíste demasiadas veces de la cama. O puede ser que no te dieron leche cuando eras pequeño. Qué sé yo. Y si por los golpes o la mala alimentación resultó que tu cerebro no se desarrolló, no es tu culpa ¿no crees?
El hombrón se levantó de golpe, y su cara estaba roja. Escupió un insulto y en su mano relumbró una navaja -¡Vine a desafiarte! Yo también me manejo con los chuzasos, y quiero averiguar si eres tan bueno como dicen.
El viejo no se inmutó, pero dejó el balón a medio coser sobre la mesa. Sacó un papelillo del bolsillo y tomando un poco de tabaco del tarrito comenzó a prepararse un cigarrillo, lo enrolló, humedeció el borde del papelillo con la lengua y lo cerró, llevándoselo a la boca. El muchacho, que había bajado el arma, hizo deslizar el encendedor sobre la mesa, y el viejo lo alcanzó, y encendió su pitillo, dando una profunda bocanada. Su voz seguía siendo calmada, pero ahora tenía un tono más grave.
-Mira muchacho. Siéntate y quédate tranquilo. Lo que te han contado, desgraciadamente es cierto. Si maté a dos, fue en pelea franca, y en la cárcel me encontré con varios como tú, que por hacerse un cartel me buscaban bronca. Siempre traté de evitarlo. Solo cuando no pude, les crucé la cara con la quisca, para que cada mañana, al mirarse en el espejo, recordaran lo estúpidos que habían sido de pelear por pelear- El viejo dio un par de pitadas - Muchacho, no tengo intenciones de pelear contigo. Cuéntale a tus amigotes que me retaste, y que yo me acobardé, o cuéntales lo que quieras, me da lo mismo. Solo te pido que te vayas y que nunca vuelvas. Ahora terminaré mi cigarro, después entraré a mi casa y me olvidaré de tus insultos, de tu cara y de que estuviste aquí ¿Te parece?, y me cierras la puerta, por favor - El viejo se paró, y su perro también y después el quiltro se acercó al muchacho y se quedó mirándolo, mientras este le acariciaba el lomo.
-Me voy, pero me llevaré un recuerdo, porque después nadie me creerá- Con la mano izquierda tomó la punta de la cola del animal y con la navaja le cortó limpiamente tres centímetros. El animal corrió aullando y se perdió en la casa.
-Pobre y triste desgraciado- dijo el viejo, girando hacia el intruso, que se agazapó, abanicando la faca mientras retrocedía. El viejo se llevó la mano hacia el trasero del pantalón, sacó su arma y atacó como un felino, mientras esquivaba las acometidas, y en menos de dos segundos le cruzó la cara desde la ceja izquierda hasta el lado derecho del mentón, pasando sobre el ojo y los labios. El hombre soltó el cuchillo y cayó al suelo con un alarido de dolor, llevándose ambas manos a la cara.
El viejo lo miró con una sonrisa triste, hasta que dejó de gritar – Cuando peleo, solo peleo con hombres, no con muchachos ni cobardes como tú. Levántate, no tienes nada- y le mostró la pequeña peineta negra que aun tenía en la diestra. El muchacho, mirando sus manos a través de las lágrimas, pudo ver que no había sangre. Luego se levantó, se limpió los mocos con la manga, sacudió su ropa y salió cabizbajo, caminando hacia el cerro y arrastrando los pasos. El viejo lo siguió con la vista, hasta que el muchacho desapareció entre las tenues nubes de polvo que subían desde el mar.
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