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Saladillo 14 de Febrero de 2013.

Un Amor de Verano.

La vi; el verano enredado en sus oscuros cabellos, parecía primavera. La música de sus oscuras pupilas, que me olfateaban con precaución y picardía, llenaban el alma de la dicha que sobreviene a la contemplación de lo bello y lo sublime. Lucía un oscuro pantalón que, en el atardecer hechizado y sereno, dejaba admirar la armonía de unas piernas morenas. Sus pies estaban cubiertos por unas claras sandalias de tiras de cuero, que intentaban esquivar con suertes dispares, la arena, y que no negaba la ciencia de estar ante una mujer de mediana estatura. Una camisa blanca, cubría su dorso bien formado. Su sonrisa fue, desde el principio, tierna y acogedora, como una caricia recibida en medio de la tempestad.
La observe algunos instantes, antes de aproximarme a fin de dar el gran golpe. Estaba sola y se sostenía sobre una baranda de cemento. Era un cálido atardecer de enero y un enjambre de cuerpos distendidos, se esmeraban en rendirle admirable culto al ocio ineficiente que los veranos suelen arrastrar consigo. El sol, en un soñado horizonte, se mezclaba, en el ocaso, armoniosamente, con las aguas, produciendo un mágico espectáculo inmerecido. Y su sonrisa, embadurnada de lujuria y ternura, estremecieron las paredes del refugio de mi soledad.
Me acerque y dije un estúpido “soy Fabricio”, mientras intentaba sonreír con fingida ternura. Al principio, sus oscuras pupilas, me estudiaron con frialdad. Más tarde, me confesaría que olía a cerveza y que tuvo temor que estuviera bajo los efectos del alcohol. “Pero pronto supe- continuo con ternura- que eras un buen chico; tus ojos azules e inquietos, parecían puros; tu risa era encantadora; no parecías el típico turista”. Recuerdo haber sonreído, mientras besaba sus labios finos e inolvidables.
Creí comprender que comenzaba a resultarle simpático. Ahora, ella sonreía a mis comentarios estúpidos que jugaban a ser graciosos. Ahora respondía con casi calladas carcajadas, a mi risa contagiosa y cómplice. Ahora ella decía que su nombre era Denis, que le gustaba el verano más que el invierno, que su sueño era ser psicóloga, que esperaba a alguien (aunque nunca dijo a quién y nunca llego nadie) y que “esta hermoso este atardecer”.
La tome de la mano y la lleve a pasear por la arena del atardecer de una playa. Ya anochecía y la suave melodía de su risa blanda, parecían presagiar una segura derrota a mi invicto de fracasos. En la playa semi desierta, embadurnada del sereno ocaso de un día estremecedoramente bello, volví a tomar su mano repleta de suavidad y le dije que “me gustas más de lo normal”. Sonrió con picardía y, aunque aquello olía a mentira, soñé que, en una mirada cómplice, me respondía que “vos a mí también”. En el principio de un largo muelle, la bese con explosiva ternura. Nos sentamos en el piso, sonreímos entre nerviosos y torpes, y como si hubiéramos estado tomando impulso, volvimos a besarnos con coraje y rebeldía. Esta vez largamente, con la pasión sublime de los momentos cortos que huelen a eternidad. Éramos como dos almas nobles y leales, que saben que aún no se aman pero que, aun en la hostilidad de la noche, no van a herirse nunca.
La noche embadurnaba de joviales luces, una ciudad inolvidable que fingía ser dichosa. Un heroico beso, tuvo lugar frente a una vidriera comercial, que dejaba ver ropa de bebes en liquidación. Largas cuadras andadas abrazados, como un amor de niños que juega a ser eterno. Sus pupilas oscuras, encendidas de júbilo, ante mis comentarios superfluos pero graciosos. En una ruidosa plaza invadida de almas, bajo una luna inolvidable de verano, volví a besarla con habilidad de principiante. Y sus brazos encerraron mi cuerpo, como queriendo retenerme a su lado hasta la eternidad. Y volvió a besarme, balbuceó que “sos el verano más hermoso de mi vida”, mientras se sonrojaba en el mismo acto que lo decía y escondía su rostro en mi pecho que explotaba de dicha.
Nos sentamos en unas sillas blancas de plástico. Bebimos una cerveza fría. Una señorita risueña, de rubios cabellos lacios, nos la sirvió. Fue entonces cuando hablé: conté que venía de una gran ciudad y que me empleaba en una compañía de seguros, comercializando coberturas ineficientes a personas que lo terminaban considerando eficientes; que tenía miedos y soledades no resueltas y que me encantaba reírme distraídamente; que me encantaban su risa y que su mirada era como un poema que jamás podría escribirse; que un amor había dejado destrozado mi pecho y acentuado mis abismos; que…
Ella también habló. Dijo que era pobre, que su mamá la llamaba a cada instante cuando salía. Habló de un amor doloroso, había lastimado su cuerpo adolescente. Que detestaba el tabaco y que una cerveza a orillas del mar era su debilidad. Que mis ojos eran lo mas autentico que habían visto de aca a un tiempo largo.
La noche y la cerveza, disimularon verdades en carcajadas aleatorias. La música y las calles, nos fueron uniendo, en una gambeta del destino con olor a milagro. Un niño pobre y una chica de ojos tristes, fabricando ilusiones bajo una luna inigualable.
nos miramos como artistas que admiran sus propias obras y un puñado de esquinas celosas, fueron los mudos y circunstanciales testigos de nuestro derroche de pasiones. Y más allá, una fuente, reflejos de la luz artificial, su rostro semi dibujado en el agua, la luna bebiendo nuestras dichas, y un beso, caricias de principiantes esmerados y el vértigo de soñar con la eternidad, resbalando por las paredes de nuestras almas.
En un cuarto barato, rendimos culto al caro pero fugaz acto de amor. Fue mi princesa y mi verduga, en luchas interminables de la carne y en treguas pactadas por nuestras almas, en el final de cada batalla. Supo que, por fin, me iría pero yacíamos inmersos en ese mundo ilusorio, esquivando las mezquindades de nuestras realidades cotidianas. En su cuerpo, mi alma enferma de desdicha, encontró una paz transitoria pero añorada.
Fueron cuatro jornadas donde primó la intensidad y la locura. Las noches, que parecían poesías arrancadas de la creación de un artista sublime, sucedían a días que se quejaban por su escasa longitud. Los actos consumados de amor, como extraños visitantes de nuestras solitarias comarcas, se multiplicaban por doquier. Lo nuestro fue algo inevitablemente fugaz, maquillado de eternidad…
La noche anterior a que me vaya, sobrevino en nuestros rostros, una indisimulable melancolía. Sus oscuras pupilas, iluminadas y retraídas, sacudían mi alma enrarecida. Comimos una hamburguesa y bebimos una cerveza en un puesto ambulante de venta de comida, a orillas del mar. Ella ensució su camisa blanca con mayonesa y yo la ayudé a limpiarse, mientras sonreíamos. Una luna llena hacía más doloroso el adiós.
De pronto tomo mi mano y me condujo casi corriendo. Llegamos a unas rocas. El mar rebotaba en las piedras, produciendo un espectáculo inexplicable y sublime. Nos sentamos en una roca. El agua del mar humedecía nuestros rostros. La luna volvía sublime cada beso y las estrellas iluminaban nuestras risas.
Ella estaba hermosa. Sus cabellos habían sido alisados e, iluminados por la noche, parecían perfumar el verano. Sus ojos, siempre algo tristes, negros, brillosos, embadurnaban mi alma de ternura. Vestía una pollera corta oscura y una camisa de verano. Sus labios olían a un néctar fabricados por dioses que embriaga de pasión el corazón.
De pronto, estuvimos muy cerca. Ella, yo y el mar. La ciudad y sus luces artificiales, se oía a lo lejos. La noche iluminaba nuestras dichas y nuestras angustias. Nos abrazamos en silencio, sentados en las rocas y permanecimos así largo rato.
Luego caminamos por la orilla del mar, en medio del ruido de las olas. De pronto se detuvo, tomo mi mano y dejó caer en ella una pequeña medalla de una extraña virgen. “Guardala- me susurro como un ángel en mi oído- y pase lo que pase, sea lo que sea de nuestras vidas, llévala siempre cerca de ti y recordarme del modo que quieras”. Volvió a sonreír y, en un abrazo que sobrevivió algunos minutos, esquivo la evidencia de unas lágrimas sinceras. Yo no supe como reaccionar. Miré al cielo. Miles de estrellas parecían vigilar nuestro mundo. De pronto la abrazé por la espalda y señalé el cielo. Y le dije: “ves las estrellas?”. “Cuales?” dijo ella ingenuamente. “Todas” le dije “elige la que más te guste”. Con las pupilas iluminadas, como una niña, eligió una e intentó señalármela. Yo sonreí y le dije al oído: “Te olvidaré el día que veas caer esa estrella”. Se volvió hacia mí y me besó con una pasión que acobardaría a los fríos.
El amanecer nos encontró abrazados, en la penumbra del mundo, como escondiéndonos del adiós, que nos buscaba sigilosamente. –
“odio las despedidas” dijo, mientras, sentados en el banco de una plaza, frente a la terminal de ómnibus, nos admirábamos mutuamente por ultima vez. Era un martes nublado de febrero y el alma sobrevivia a duras penas a una epidemia de nostalgia. La bese en un silencio que enamoraba tristezas. Su cuerpo enredado en mis brazos, transpiraba finales. Sus ojos eran mas tristes que de costumbre. “Prometeme que no me olvidaras con facilidad” volvió a suplicarme. Una sonrisa inconstante, confirmo con creces su deseo. Yo también solicité, con cierta ingenuidad, no ser olvidado.
La hora de la partida se aproximaba. Volvió a besarme, por ultima vez, mientras unas lagrimas finas, tomando impulso desde sus pupilas, rodaban con cierta velocidad sobre sus pupilas. El corazón me explotaba de pena y angustia.
Un ultimo beso suave, una sonrisa que costó un esfuerzo enorme, sus manos recorriendo mi rostro por ultima vez, un “hasta luego loco amor de verano”. Y mi mueca, mi sonrisa forzada, mi plegaria inolvidable sobre un cielo nublado.
Se incorporó y se alejo, casi huyendo. La vi perderse en la plaza, después en la calle y por fin en su mundo, extraño, lejano, casi impenetrable…


Un colectivo largo, que olía a melancolía, me devolvió a la realidad. Justo a la mitad, en el asiento 34, como me lo ordenaba un mediano papel que hacía las veces de boleto, deje caer mi humanidad, que se iba llenando nuevamente de soledades. Hubo un mensaje de texto en mi celular. Un “gracias por tu buena onda” y “me encantó tu risa” y hasta un ilusorio “espero verte pronto”. Respondí una y otra vez, con la prolijidad de un pecho enamoradiso. El recuerdo de sus labios hechizados, ardía en algún lugar de mi alma vagabunda.
Un auricular, trajo hasta mis oídos una triste canción de amor. Una pareja de enamorados, en el asiento de al lado, rendían culto a la religión de las caricias y los besos, mientras reían. El corazón se me abrumaba de angustia. Pero aun sonreía mi rostro heroicamente. Atardecía; lloviznaba; todo parecía conspirar para enfermarse de nostalgia…
Me dormí. Soñé con mi madre, que se enojaba por mi aventura veraniega. Y después surgió ella, sus negras pupilas, sus cabellos negros y crespos, su sonrisa inigualable, ella. Y de pronto andábamos por calles que podrían ser mi ciudad. Mirábamos vidrieras, enredados nuestros dedos y nuestros labios unidos periódicamente. Y mas adelante, ella estaba embarazada, y…me desperté sobresaltado… otro mensaje de texto, un sol que combatía con algunas nubes por aparecer, rebotando en la ventanilla del autobús, el recuerdo de sus pupilas negras y su sonrisa inolvidable, la melancolía arrugándome el alma…
Después todo fue rutinario. Retiro, un taxi manejado por un silencioso abogado devenido en chofer por la imprevisible circunstancia de la vida, un silencioso departamento que olía a encierro, noches aburridas largas e insómicas…y ella, su sonrisa, sus labios rebeldes a los besos sin encanto, sus manos que fabricaban reliquias, su cuerpo enredado en mis brazos…
Hablamos asiduamente durante algunos días. Después, nuestros diálogos se espaciaron. Hasta que un día recaí que casi ya no hablábamos. Mis ventas de seguro, conocieron el camino de la prosperidad. Hasta logre un notable ascenso dentro de la compañía. Mi soledad continuó creciendo en forma directamente proporcional a mis logros laborales.
Hoy soñé con ella. Andábamos de la mano por una playa, a orillas del mar. Atardecía inolvidablemente. Sus manos ensuciaban mi frialdad. Pronto surgieron besos. Y un ruidoso despertador, dio aviso de la proximidad de una nueva jornada laboral.
Entonces tuve la necesidad de esgrimir estos párrafos, haciendo honor y justicia a las historias. No se si alguna vez, nuestros destinos conspiraran un reencuentro. Pero el grato instante que el ruido del mar nos unió, será inolvidable para mi blanda alma…


Texto agregado el 05-10-2014, y leído por 159 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
29-02-2016 No entiendo como,nadie ha leído este texto. Es tan bello y lo relatas con un lenguaje que lo hace perfecto. Va mi admiración y el deseo de leer otro de tus escritos***** Un abrazo Victoria 6236013
 
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