Los primeros rayos de sol se colaban por la sabana, haciendo que los animales despertaran de su letargo. Las hienas volvían a sus escondites, las serpientes volvían a sus madrigueras, y tanto depredadores como presas comenzaban de nuevo el ciclo, otra vez el mismo juego de supervivencia que habían vivido sus antepasados, que vivían ellos ahora.
Kiria se levantó temprano, tenía que comer algo, hace días que sus cacerías habían sido infructosas, ni una sola gacela, ni una sola presa. Su estómago rugía de hambre, y aquellas carreras donde su cuerpo daba el límite la dejaban agotado. No le importaba, era libre. Se levantó y se lamió un poco, luego salió a dar un paseo corto, adoraba la brisa que tocaba sus bigotes al momento de correr. Cuando los hipopótamos hacían sus ruidos, el olor de la brisa, de las gacelas pastando cerca.
Su madre estaba cerca, ella le enseñaría a seguir cazando, pero ahora estaba con sueño, quería jugar un poco en el rio. De pronto un ruido metálico captó su atención. Parecía un elefante más pequeño, pero hacía mucho ruido, y sobre su lomo habían animales erguidos con sus patas delanteras brillantes.
Un ruido se escuchó en la lejanía, las aves salieron muy lejos, volaron, Kiria solo observaba. Nunca había visto a un elefante hacer un sonido tan fuerte, se comenzó a acercar lentamente pero su madre se lo prohibió. Un rugido bastó para saberle que eso no era bueno.
“Leopardos, se venderán bien”. La camioneta avanzó rápidamente hacia ellos. Notó que un animal lo miraba fijamente. Con mucha curiosidad. “oye, a este matamos primero, me gusta su curiosidad”. “no, míralo, parece algo más listo, este va para algún rico excéntrico”.
Kiria notaba que los animales la miraban, se sintió algo intimidada y retrocedió, pero el elefante iba muy rápido, verde. La cercaron. La madre de Kiria se abalanzó sobre uno de los animales que estaban en el lomo del elefante verde, el ruido se volvió a escuchar. Algo rojo comenzó a salirle. Sabía que cuando un animal le salía eso es porque estaba muerto, sabía que las gacelas tenían eso dentro y cuando se les salía no se volvían a mover más. Kiria tenía miedo, rabia, desolación. Miró a los animales ergidos, Kiria estaba paralizada del miedo, solo quería morir, quería mucho a su madre. También al ver a su madre con esa cosa roja por el cuerpo sintió algo, algo muy dentro de si, una fuerza que jamás había sentido antes, una fuerza para que viviera , una red le cayó encima, Kiria no opuso resistencia. Parecía como bajo el efecto de un trance, no podía dejar de ver aquello.
Los hombres subieron a la camioneta, mientras esta se alejaba Kiria miraba tal vez por última vez la sabana, lo presentía. De pronto un león rugió, los animales lo miraron y algunos huyeron, luego vio a una manada de elefantes, cachorros tomándole la cola sus madres, mientras estás mostraban su desagrado frente al pequeño elefante verde con sonoros alaridos. Comenzó a moverse un poco, no podía perder eso, no podía perder el levantarse por la mañana y ver a los pájaros cantar, no podía dejar de sentir la brisa en sus bigotes, ¡no podía!.
“mira, creo que intenta liberarse. ¿no debería sedarla?.”. “Hazlo cuando lleguemos, de esa red no se librará jamás”. Sentía que tenía que liberarse. Intentó cerca de media hora, parecía inútil, todo. De pronto notó un leopardo con su familia. Rugió. Rugió con tanta fuerza que los pájaros volaron, que los elefantes le contestaron, rugió por la sabana, por su libertad, por su madre. Una ira ciega la dominó, con una fuerza descomunal rasgó la red. Se bajó de la camioneta en movimiento, un par de huesos rotos. Los hombres viraron en seco.
“!Se liberó!, ¡Trás ella!”. Miró el cadáver de su madre colgando de uno de los extremos de aquel elefante verde. Uno de los bípedos se levantó y otra vez la apuntó con sus patas delanteras, sabía lo que significaba. Sabía que su cuerpo podría llevarla lejos. Comenzó a correr, tan rápido como pudo. Uno de los animales volvió a montar al elefante, este se dirigió detrás de ella mientras uno de los bípedos hacía sonar la parte metálica de su pata.
Pasaron 10 minutos, Kiria estaba cansada, pero parecía que el elefante no lo estaría nunca. Tenía mucho miedo y quería rendirse, pero su madre no hubiera querido eso, hubiera querido que ella cazara y fuera grande, ella quería ser grande, quería cazar tan rápido como ella, rugir como ella. No podía morir. Aceleró la marcha, esquivando las cosas que salían de la parte metálica de la pata. Volvió a rugir, y aceleró el paso.
“Cazadores, Alerten a la guardia nacional. Iré en mi patrulla”. Kimazi había montado su matrulla. Odiaba a los cazadores, por lo mismo se había enlistado en la defensa nacional. Era un Mazai, un guerrero. Un defensor de la naturaleza. Tomó su camioneta, mientras maldecía a todos aquellos que no respetaban a la madre tierra.
Kiria se estaba cansando, pero no dejaba de correr. Ya comenzaba a sentir que era el fin para ella. Recordó a la pequeña gacela que había cazado la otra vez. El mismo juego, con la diferencia que uno un animal lo hacía para sobrevivir, el otro lo hacía para satisfacer su ya abultado ego.
Kimazi apareció, vió la situación y comenzó a dar disparos al aire. Los cazadores respondieron, hiriéndole el hombro. La camioneta comenzó a perder el rumbo, uno de ellos dentro se comenzó a reír, mientras los otros dos no perdían de vista su objetivo. “20 minutos, es una pieza excepcional, será mía”.
Con el hombro sangrante le era difícil conducir, pero luego vió una pequeña cría de leopardo corriendo despavorida por la sabana mientras los especimenes le disparaban sin darle. Por un instante creyó ver a sus antepasados huyendo de los blancos civilizadores. “como bestias”, le había dicho un profesor de historia cuando recordaba aquel episodio, mientras decía: “y no solo nosotros sufrimos, lo indios norteamericanos fueron exterminados por completo, así como gran parte de los aborígenes sud-americanos”... Kimazi se levantó, tomó la camioneta y pese al dolor se puso a manejar: “no dejaré que uno de los míos sea eliminado de nuevo”.
Kiria ya sentía el fin, sus patas comenzaron a acalambrarse, su ritmo cardiaco estaba al borde del colapso, pero aún así seguía corriendo. De pronto una camioneta salió de la nada y comenzó a disparar. La respuesta no tardó. Kimazi disparó a uno de ellos, este rodó fuera de la camioneta mientras otro tomaba el lugar del occiso. Kimazi esquivó varias balas, pero una de ellas le dio en el brazo derecho. Estaba comenzando a perder el conocimiento cuando se dio cuenta de que varias patrullas estaban cercando a la camioneta. Una de ellas gritó: “guardia nacional que Kenya, están rodeados, suelten sus armas”. La camioneta se detuvo, mientras cuatro o cinco patrullas le cerraban el paso.
Los demás elefantes habían encerrado a que la estaba persiguiendo, esta era su oportunidad, corrió, muy lejos, no le quedaban fuerzas, tenía miedo, sabía que nunca más volvería a ver a su madre , que nunca más estaría cerca del río para beber cada mañana y que al correr no sería el mismo viento el que sentiría. Debía dejar todo, no debía mirar para atrás, no debía recordar lo que fue, no debía fallar, de rendirse, de parar. Así pasaron horas, al llegar la noche, paró...
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