A veces, el mar la habita.
Salvajes corceles de espuma cabalgan sus olas de tormenta que golpean, implacables, contra las paredes de roca que la contienen, y el estruendo es tan grande que me deja de oídos sordos a sus gritos mudos de angustia. Sus mareas varían a cuartos de luna y sus ojos son nubes de pena que, furiosos, llueven sin cesar sobre sus costas. Y mi luz, que siempre fue faro en la tormenta de muchos, se vuelve débil ante su caos enardecido, y nunca alcanza para disipar tanto gris escondido bajo sus párpados húmedos.
Luego, la habita la noche.
Vestida de estrellas y silencio, transita praderas inundadas de penumbra en compañía de su soledad. Tomadas de la mano, conversan de ocasos y soles dormidos, mientras suben escaleras de luz que la luna construye para ellas, y el vientito nocturno va secando sus mejillas mojadas con los últimos vestigios de lluvia, devenida en rocío. Son océanos de tiempo inconmesurables los de su ausencia, en los que he llegado a morderme la lengua a sangre para no decirle que su noche también llueve en mí, y espero paciente y callado hasta que vuelva a amanecer la sonrisa tímida en su rostro.
Entonces, es habitada por la brisa.
Montada a ella, que corre grácil y sutil bajo la grandiosa envergadura desplegada en plenitud de sus alas, vuela en cielos de poesía, atrapando palabras de miel y canela para construir nidos de versos florecidos. Y yo, tan habitado de sombras y secretos, comprendo una vez más hasta donde su vuelo me va iluminando el alma. Cuando dejo de esbozar su nombre en mis labios para llamarla gritándolo desde mi pecho, a veces me contesta; otras, está volando tan alto que no me escucha. Quién sabe, quizá lo haga porque sólo en esos lejanos cielos encuentre el elixir del cual se nutre la magia de sus delicados poemas.
Es cuando vuelve a posar sus pies sobre la tierra que la habita la selva.
Y entonces su mirada es reflejo de sauce sobre el río, y su risa de catarata y camalote llena todas las horas del día y todos los rincones de la noche; despiertan sus humedades dormidas y su rostro, abanderado del sol, deja expuesto el jardín de orquídeas que va floreciendo nuevamente en su corazón, y sus manos dibujan bandadas de guacamayos coloridos y parlanchines que resaltan el alegre verde de sus tardes de octubre. Y yo, ya deshabitado de su lejanía, quedo absorto en la belleza de los manantiales de su voz cristalina y chispeante, me zambullo sin miedo en sus aguas para lavarme del barro de silencio que me cubría y retozo como un niño bajo la cálida luz de sus versos.
Creo que comenzó a habitarme una madrugada de marzo, el preciso momento en que escuché su voz por primera vez, y su voz traía el perfume del jacarandá en flor y las chispas de luz que nacen del río cuando está contento, y un infarto de amor me tatuó en el corazón la cicatriz más dulce jamás concebida. Ella estaba entera habitada por la selva, y yo comencé a amar sin prejuicios ni vergüenzas todo su verde. Es por eso que la amo en todas sus estaciones, mas siempre me pierdo sin retorno en su selva.
Porque de una persona así, de una mujer así…no se vuelve.
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