En un principio fueron ganas de hacer algo bien de una buena vez y terminó como un deber moral.
Había logrado hacer un edificio majestuoso con sus propias manos. Era una maravilla de la construcción manual.
Era una especie de cobertizo hecho de madera con terminaciones hechas con finura y delicadeza.
Cada vez con menos ganas, seguía haciéndolo.
Se astilló varias veces las manos y se martilló los dedos otras tantas, pero en el fondo sabía que si lo terminaba, todos serían felices.
Siguió por un buen tiempo y, con decreciente laboriosidad, llegó a hacerle los últimos detalles.
Pero en un momento determinado él terminó su cobertizo.
Al entrar, la puerta se le cerró en la cara y la cerradura se trabó.
Intentó entrar por alguna ventana, pero éstas no querían ceder.
Entonces sintió la mayor de las impotencias al encontrar que su obra terminada no quería abrirle paso a su creador, así que se fue.
Al volver, intentó descerrajar la puerta, pero la madera no se dañaba siquiera.
Aún sumido en la impotencia, cayó en la ira y su ciega guía le hizo tomar un hacha y derrumbar la puerta.
Pero el cobertizo se sintió herido y, sin más remedio, murió en mil pedazos.
Él, aún iracundo, lanzaba hachazos en todas direcciones. Ahora solo quería vengarse de su obra que tan mal rato le hizo pasar.
El resultado: una fractura craneal producto de una tabla que cayó lo mandó bajo tierra al igual que su odiado cobertizo.
En sus últimos pensares, figuraba este: "No te dejaré vivir un solo segundo más, utopía egoísta, que aunque me lleves contigo seré feliz por haber acabado con tu existencia"