A pasos de la casa de mi madre existe una escuela para discapacitados. Muchas veces me topo con esos muchachitos y me brindan su sonrisa y su saludo cariñoso. Son seres de gran dulzura, aunque algunos se inquietan y lloran e incomodan a sus padres con sus pataletas, acaso porque no saben utilizar eso que tan bien manejamos los que nos consideramos sanos, que es la cordura.
Un niño con síndrome de Down me saluda con su mano desde el furgón que los conduce día a día a su escuela. Me enternezco y siento a veces la necesidad de ser tan libre como esos chicos y reír con ganas y correr y gritar sin sentirme ridículo. Pero, existen las formas y un hombre tan adulto como yo, no podría realizar actos tan alocados, sin que me etiqueten como un orate.
Por las mañanas se escucha el canto de los pájaros que saludan al nuevo día y también se escapan por sobre los muros del establecimiento los gritos y risas de esos niños, acaso tan ajenos a esta sociedad que pugna por hacerse cada vez más complicada e invivible.
¿Qué será de ellos cuando crezcan? Lo ignoro. Es casi seguro que ninguno de ellos llegará a la universidad. Tampoco, ganará el Nobel y mucho menos, ocupará un puesto de importancia en esta república. Pero, sea como sea, estoy convencido que su misión será esparcir, en el ámbito en que se encuentren, todo su amor y ternura. Porque, esa mentada discapacidad, con que se les rotula, no ha dañado su corazón y por lo mismo, amarán, sin condiciones, libres y felices, como embajadores de una espiritualidad que tanto hace falta hoy en día.
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