Hace casi cuatro siglos, Sir Isaac Newton dedujo que todo cuerpo necesita alcanzar cierta velocidad para escapar de la atracción gravitatoria del astro sobre el cual se encuentra. Sin importar su tamaño, masa o dirección, aquel objeto que no logre el impulso necesario se convertirá en un tibio satélite artificial o, peor aun, volverá para estrellarse.
Una noche de agosto subí a mi auto negro y dejé la ciudad en la que tantos años viví. Y, aunque me sobró impulso y elegancia para jamas regresar, cada tanto, puñados fragmentarios de recuerdos vienen a mi en caída libre. Elijo jugar con con ellos tiro al pichón. Con todos, menos uno; Se trata de un lugar particular que solía frecuentar durante las noches. No cualquier noche sino, ciertas noches. En retrospectiva, no solo representaba una de las múltiples paredes de mi diminuta pecera de entonces sino también un ticket dorado a lo más profundo de un reservorio de combustible para nihilistas.
Incluso llegar tenia gran encanto. Luego de cruzar no menos de veinte semaforos titilantes de amarillo se ingresaba
a un oscuro parque industrial haciendo zig-zag entre grandes maquinas de utilidad indescifrable, decenas de
obreros, containers sobre ocho ejes y un rico abanico de jineteras para, finalmente, recorrer un rústico puerto de ultramar repleto de esqueletos de barcos abandonados.
Oculto entre enormes tanques plateados de petróleo se encontraba un angosto camino de arena con acceso a una escollera de tres kilómetros de longitud. Al avanzar, se bordeaba un oleoducto de aluminio que reflejaba abundante
luz de luna durante todo el trayecto. El aire, pronto se convertía en viento helado con intenso aroma a mar. El final
del camino se recorría a pie hasta llegar a un estrecho hueco bajo el conducto de petróleo. En ese punto, la
oscuridad era casi absoluta. Había algo asfixiante en el Atlántico a plena noche. Escucharlo y olerlo pero no verlo, generaba cierta inquietud y angustia. Un mar que no acepta ofrendas. De aguas siempre bravas, heladas y profundamente negras. Su fuerza y edad, incalculables como sus historias. Y por encima de mi, la tibia luz de miles
de estrellas llegaba desde los mas remotos puntos de la galaxia. A simple vista, distinguí Jupiter. Su nombre era el equivalente romano a Zeus y significaba 'padre de la luz' Me maravillaba saber que la luz del sol demoraba cuarenta
y cinco minutos en llegar a él y otros cincuenta en llegar reflejada a mis ojos. Recordé haberlo visto junto a sus lunas en un telescopio de gran porte y sorprenderme al descubrir que, debido a la distancia, su famosa gran mancha roja
no era visible. De hecho, lo que vi era tan pálido e insignificante que costaba creer que ese punto blanco era una
bola de gas trescientas veces mas grande que nuestro planeta.
Milimetricamente parado sobre la linea que separa la costa y el mar, cerré los ojos y respiré un aire húmedo cargado de electricidad. El viento era mas fuerte y helado a cada momento. Pensé en lo poco que había cambiado el horizonte en cientos de miles de años y lo poco que lo hará en el futuro lejano. Escuché, una tras otra, las olas romper bajo mis pies. Estimé que, en promedio, llegaba una cada seis segundos, seiscientas por hora, mil cuatrocientas por día, cinco millones doscientos mil por año, cincuenta y dos millones por década y
unos cuatrocientos veinte millones desde que la escollera había sido creada.
Cada piedra en esa escollera tenia una historia particular. Había sido construida por inmigrantes europeos con herramientas muy primitivas, hacia ya muchas décadas. Me pregunté quien más estaría frente al padre de la luz y
de espaldas al resto del mundo, dentro de cuatrocientos veinte millones de olas costeras. Imaginé un ser frágil frente un universo de preguntas sin respuesta. Nacerá, como todos, conformado por atomos que luego de ser combustible de estrellas en los comienzos de los tiempos, viajaron por el espacio durante miles de millones de años hasta llegar, por azar, a la tierra. Para luego ser parte, quizas, de la rueda de un tren, de una montaña en Nebraska, de una aspirina, un grillo, una cascara de huevo, un diamante, del enchufe de un pulmotor, de un mapa de Magallanes, del culo de un perro, de un cactus, de un palacio en Tehran, de un sandwich de queso, de la represa Hoover, de un pepino de mar, de la luna, de la paloma blanca de Tesla, de mis uñas, manos, dientes y huesos. Del mar. De todos algo. Un enigmatico ciclo de recilado de los elementos.
Una ola rompio cerca de mi y volví a abrir los ojos. Tuve frío y decidí regresar a mi auto. Encendí la calefacción,
puse reversa y, al mirar por el espejo retrovisor, no pude sino reir al notar el gran parecido entre mi pelo y el de Andrew Jackson en el billete de $20 dólares. Una masa de aire polar me había dado cierto look al presidente mejor peinado de la historia. Puse un disco de boards of canada y manejé, entre jineteras vencidas y amarillos titilantes,
sin que nadie en el cosmos notara siquiera, mi nueva imagen.
Pablo Kersz |