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La promesa

Abundio introdujo el dedo corazón en la pila de agua bendita y se santiguó por un par de veces.
Hacía tres domingos que no se confesaba y las faltas eran muchas. Aunque las unas eran por necesidad y las otras por ignorancia, lo cierto es que aquel dia, le urgía confesar mas bien las primeras que las segundas.
Caminó Abundio hacia el altar con el paso rezagado, la cabeza gacha y el gesto vergonzante. De cuando en vez, escrutaba por el rabillo del ojo la escultura de los santos que le iban saliendo al paso y se hacía el desentendido, no fuera a ser que Fray Escoba le apalizase con el cepillo o que Santa Rita le quitara lo que en su tiempo le dio.
Escogió Abundio la primera fila y se sentó en el banco tras acomodar su pantalón hecho jirones al recorrido del cinturón que él mismo se había fabricado con una cuerda de pita. Carraspeó para presentarse, se llevó una mano al pecho y tomó aire para mirar de frente a Jesús crucificado.
Aún retozaba en su aliento el ajo de la sopa que había ingerido en el almuerzo y el estómago le ardía por la quemazón. El hambre de las miserias y los disgustos de la vida, tenían mermada la calidad de sus digestiones, aunque nada que no pusiera a remediar un buen puñado de bicarbonato.

-El jueves le robé un faisán a Pascualín, el hijo de Castelar-dijo, para propinarse un pellizco en la barbilla-. Ya sabes, el rico. No quería hacerlo, pero me salió al paso y no me pude contener-se encogió de hombros-El hambre es muy mala, Jesús, y yo no tengo el poder de multiplicar los panes y los peces como tú.

Reparó en su última frase e intentó justificarse.

-No era un reproche, Jesús. Quise decír que tan solo soy un pobre hombre que no sabe hacer nada y que bueno, pues eso...¿me perdonas? Lo del faisán, digo. No quería hacerlo, de verdad.

El rostro hierético de Jesús crucificado no se inmutó. Los párpados entrecerrados de sus ojos continuaron siendo de escayola.

-Sé que lo que hice no está bien, pero la tentación era mucha y el hambre aun peor. ¿Qué querias que hiciera? Me supo a poco, si con eso te contentas. Era pequeño y apenas me dio para unos bocados-hizo una pausa y carraspeó-. También quería decirte que el miércoles me colé en el huerto de Jacinta y le sisé un melón y unas patatas. Por la noche, claro, porque si me llega a pillar, me arrea un sartenazo que me deja en el sitio-resopló con angustia-. El martes me metí en el bolsillo un par de alfajores para merendar, pero como estaba roto, se me cayeron al suelo y tuve que salir corriendo del colmado. ¡Y me faltaron piernas, porque Antonio me alcanzó en la plaza y me arreó una coz que ni te cuento! -hizo un alto acompañado de un puchero-. ¿Di, me perdonas?

La respiración de Abundio se espesó con las flemas del catarro y tosió para expulsarlas sin obtener resultados. Luego llegó el silencio; después, la osadía.

-Que si, que tienes razón-miró fíjamente al Cristo y se abrió en canal-. Ya sé que soy un ladronzuelo, pero no tengo mal fondo. ¡Qué dolor! ¿Y qué hago, eh? ¿Me dejo morír de hambre, con lo horroroso que debe ser eso? Antes me las apañaba para ganarme el jornal recogiendo la aceituna, pero me dio el patatús ese que me dejó tronchado y desde entonces voy de mal a peor. Perdóname, hombre, que tampoco es para tanto-calló durante unos instantes-. ¡Está bien, tú ganas! No quería decírtelo porque me da mucha verguenza, pero fui yo quien se llevó el dinero del cepillo. ¡Tenía que poner para lo de la quiniela, hombre! Te juro que si me toca, le arreglo el tejado a Casimiro, que tiene goteras. ¿Me perdonas?

El banco de madera crujió bajo sus posaderas, pero Jesús crucificado no salió de su inamovilidad.

-Mira, ya sé que no tengo perdón, pero al menos soy honesto y te confieso mis pecados-agitó un brazo, expresando así su enfado-. ¡No como otros, que tiran la piedra y esconden la mano! Yo podré ser un ladrón, pero llevo años pidiéndote perdón por ello y tú nunca me dices nada. ¿Qué te cuesta, Señor? Te prometo enmendar mis defectos y presentarme para costalero en la procesión. También te prometo no volver a pedir limosna para gastármelo en vino ni a fingír ceguera para que los turistas se apiaden de mi. Haré cualquier cosa, Jesús. Lo que sea, pero di...¿me perdonas?

Jesús alzó la barbilla, le guiñó un ojo y asintió con la cabeza. En esas, Abundio echó a correr como alma que lleva el diablo y tropezó, a la salida de la iglesia, con el inoportuno adoquín que de niño, solía coserle las rodillas a raspaduras.
Aparcado el dolor del hueso, consiguió ponerse en pie y retomó la carrera. Cuando consiguió llegar al pajar donde habitaba, tuvo que hacer tremendo esfuerzo por acompasar su respiración fatigada.
Quince días tardó Abundio en reponerse del susto. Y treinta en morise de hambre. Famélico, destartalado y medio ido, pero fiel a su promesa.






















Texto agregado el 02-10-2014, y leído por 298 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
04-10-2014 Excelente. godiva
02-10-2014 Qué buen relato, me gustó mucho. Felicitaciones y saludos. PiaYacuna
02-10-2014 Arrepentimiento mas hambre,mala combinacion.Excelente tu relato.Un Abrazo. gafer
 
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