La historia transcurre en una pequeña aldea escandinava durante un crudo invierno con temperaturas de hasta 20 grados bajo cero.
Nadie puede recordar exactamente cuando apareció por primera vez. Alguien lo vio buscando calor cobijándose entre un grupo de ovejas que lo aceptaron como si fuera una de ellas. Ante la presencia humana se escondió en algún lugar del establo.
Un día cualquiera lo vimos salir del bosque. Nos quedó mirando desde la distancia, curioso. Lucía buen aspecto, macizo, atlético. Lo que más nos llamó la atención era su color. Indefinido, en varios tonos de grises, celestes y algunas manchas blanquecinas. Nos recordó a esas calcetas de lana cruda que elaboran los chilotes en un lugar de Sudamérica. Entonces, lo llamamos “Calcetín”. Un gato asilvestrado que, posiblemente, alguien abandonó alguna vez. Supusimos que con el orgullo propio de los felinos había logrado sobrevivir por sus propios medios, cazando animales, construyendo alguna guarida entre los matorrales o el hueco de un árbol. Y, por cierto, aprovechando las construcciones del pueblo.
Intentamos acercarnos, pero se internó nuevamente entre la fronda.
En los días siguientes comenzó a verse con más continuidad entre las casas y cabañas del lugar aunque sin permitir el contacto con alguno de nosotros. Su desconfianza con los humanos nos decía que no perdonaba el día de su cruel abandono. Y algo extraño: nunca lo sentimos maullar.
Comenzamos a dejarle comida cerca de nuestras casas por las tardes. Aunque nadie lo vio consumirla, esta ya no estaba por las mañanas. De una u otra forma empezamos a tomarle un gran cariño. Calcetín estaba entre nuestras conversaciones comunes de cada día.
En cierta ocasión me dirigí al bosque en busca de un tipo de hongos muy apetecidos, difíciles de hallar entre la hojarasca, y que aparecían en esa época del año. Me interné entre viejos robles que luchaban por alcanzar la luz, entre matorrales y enredaderas preñadas de telarañas, intentado no pisar solitarias flores, admirando escarabajos y pequeñas ranitas que se cruzaban en mi camino. Los hongos eran escasos, pero había logrado recoger una mediana cantidad. En ese momento llegué al borde de una pequeña hondonada aunque de difícil acceso. En el fondo había una verdadera mina de las deliciosas setas. Comencé a descender, buscando apoyo entre raíces y rocas. De pronto, todo se vino abajo. Rodé unos metros y me di un gran golpe en mi cabeza. Perdí el sentido durante un tiempo que no pude calcular. Cuando quise levantarme sentí un terrible dolor en mi tobillo derecho. Me quedé inmóvil durante largos minutos. Esto tendrá que pasar, pensé. Craso error. El dolor aumentaba junto a la hinchazón de mi pie. Pasaron las horas y comenzó a atardecer. El miedo me invadía. Me preguntaba si sería capaz de resistir el dolor e intentar salir o debería pasar la noche en ese lugar. Y lo peor: a nadie avisé respecto a la búsqueda de hongos.
De pronto sentí su mirada. Desde la altura Calcetín me observaba extrañado. Tras un par de minutos desapareció de mi vista. Por alguna razón sentí deseos de llorar.
Ya oscurecía cuando escuché ruidos y voces. Un pequeño grupo de vecinos apareció por el lugar y, luego de algunos primeros auxilios y de entablillar mi pierna, lograron rescatarme del lugar. Me contaron mis amigos que por primera vez escucharon a Calcetín maullando frente a las casas del lugar e indicando con pequeños trotes en dirección al bosque. Así lograron llegar al lugar de mi accidente.
Calcetín salvó mi vida.
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