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Mi nombre es Amat al-'Aziz Assad Ibn Ibrahim Abu Al Mutarrif Al Khurtubi, y estoy muriendo. Hoy es 18 Muharram del 366 de la Hegira, el 15 de Tishrei del 4737 de la creación del mundo. Es Shabat, tengo setenta años, y estoy muriendo.
Y mientras muero, pensare en Alessandra, la de los cabellos rojos, la perla de Khurtuba.
Nací hace setenta años. En esa época reinaba como Emir su Majestad Abû Muhammad 'Abd Allah ibn Muhammad, El Umeya. Nací en la judería de Khurtuba y mi destino no era otro que ser lo mismo que mi padre, y su padre, y el padre de mi padre, un médico y un rabino de pro y de renombre. Por tanto, desde la primera vez que asistí al jeder en el barrio de la judería, mi educación fue muy estricta. Si bien Ibrahim, mi padre, era el Nassí de nuestra comunidad, y eso me daba un estatus similar al de un príncipe, se procuró que no cayera ni en la blandura ni en la molicie. Con honores se celebró mi Bar Mitzva cuando cumplí la edad de ser hombre a mis trece años. Con mayor honor cuando, en el mismo día, y a la extraordinaria edad de veinte años se me entregaba tanto la Smijah de Rabino como el título de Doctor en Medicina.
Mucho tiempo para mí no duro el festejo. En medio de la fiesta, mientras oíamos los laudes y bebíamos el dulce vino candiota, mi padre me hizo una señal. Con discreción, deje la sala del festejo y entre a su despacho.
Mi padre era un buen hombre, pero lucia bastante cansado. Su Alteza Abd Allah había muerto poco antes de mi Bar Mitzva. No lo había sucedido ninguno de sus hijos o hermanos, como era lo habitual, sino su nieto, Su Alteza Abd ar-Rahman ibn Muhammad Abul-Mutarrif An-Nāṣir li-dīn Allah. Un hombre de temple, sin duda, pero demasiado amante del vino y de los caprichos. Al principio de su reinado, debio dedicarse a reinar para poder proteger un dominio que se hundia. Generoso y elocuente, buen poeta a la par de apasionado por el lujo. Tal era nuestro Emir.
- Hijo mío. Mañana es viernes. Deberás acompañarme a una audiencia con Nuestro Señor el Emir.
Palidecí.
- ¿Es algo Grave?
- No aun. Su Alteza desea verme. Sabes que soy su primer consejero y es absolutamente normal que quiera verme.
- Pero padre… nunca te he acompañado, excepto para la ascensión del Emir…
- Lo sé. Pero Su Alteza desea que me acompañes. Ve y descansa.
Trate de hacerlo, pero esa noche venían mil pensamientos a mi mente. ¿Acaso habíamos perdido el favor de nuestro monarca? ¿Se esperaba nuestra conversión al Islam? ¿Debíamos temer de alguna manera? Estaba muy confuso.
Al dia siguiente entramos a la Sala de la Corte. Vestido con un Turbante de Seda, ahí estaba Nuestro Soberano.
- Acercaos, Ibrahim Ibn Harún y Assad Ibn Ibrahim.
- Su Alteza – dijimos al unísono, mientras hacíamos una profunda zalema – Vuestros servidores.
- Sois buenos servidores, Hijo de Harún e Hijo de Ibrahim. En Vos – Dijo mirándome con sus penetrantes ojos azules- tengo depositadas muchas esperanzas. No lo olvidéis, Hijo de Harún.
- Gracias, Su Alteza.
- Podéis Retiraros.
Esa fue la primera vez que tuve consciencia que un poder más alto estaba pendiente de todos mis pasos. Algo me decía en mi interior que Su Alteza esperaba demasiado de mí, pero no solo en el sentido de mis consejos o mi ciencia médica. Si tan solo en ese momento hubiese previsto lo que pasaría años más tarde, y que pudo haber sido la ruina de mi nación, de mi estirpe y de mí mismo, si tan solo lo hubiese sabido…
Pero aunque tenga poco tiempo, no debo adelantarme.
Transcurrieron algunos años. Su Alteza se proclamó a si mismo Khalifa rasul-Allah y Amir al-Muminin. Ya no éramos solo los habitantes de un emirato más: Éramos los orgullosos súbditos del Khalifa de Khurtuba, la bella. Éramos respetados, las embajadas fluían y el brillo de nuestra nación llegaba a todos los rincones del mundo.
Y mi padre falleció. Y su legado como heredero del título de Nassi pasó sobre mis hombros. Vinieron a rendir los respetos a casa muchos y muy importantes nobles del Reino. Yo estaba francamente ido. Entre la pena por la desaparición de mi amado padre y la incertidumbre sobre mis responsabilidades religiosas y administrativas, estaba francamente aterrorizado. Aún más. Antes de morir de cáncer, mi padre había tenido la dicha de verme casado con Rajel, la hija del rabino Cordovero. Un año había pasado desde entonces, y se volcaba el mundo sobre mis frágiles hombros.
Fue entonces que todo cambio.
Un año después del fallecimiento de mi padre, fui requerido, como era habitual, a la Presencia de Su Majestad. En ese año, la pasión mutua entre mi Señor y yo por la poesía y la elocuencia nos había estrechado. Sus planes de gobierno eran consultados conmigo y otros más, pero mi consejo siempre era el más buscado por el Khalifa.
Fue por eso que se me llamo a esa recepción. La corte brillaba como un ascua de fuego debido a que el salón del trono, adecuado para hacer esa recepción, estaba enchapado de puro oro. Las personalidades del reino, sentadas en almohadones, bebíamos vino y disfrutábamos con la música y los recitadores. Era como si de nuevo fuera un banquete digno de Ajashverosh, el Ajashverosh de las ciento y pico de provincias.
- Su Majestad – Se oyó la voz del Eunuco real - Su Majestad, permita poner su atención en este su humilde siervo, que se digna a traer para usted las más bellas flores de los jardines que Allah, el prudente, el Misericordioso, ha plantado allende las montañas y los salados mares.
Mientras aún estaba de pie, fueron entrando, entre bailarinas y músicos, una buena cantidad de mujeres ataviadas con ajorcas y sedas que a duras penas velaban sus encantos. Pero lo que me asombro, tanto como a la corte, fue la mujer del centro del grupo. Bajo la seda recamada se podía entrever un cuerpo de odalisca. El velo solo permitía adivinar sus ojos, que nos figuraban de un brillo y centelleo extraordinario. Y su silencio hacia que, más que la seda, fuera el halo de misterio lo que permitiera que brillara con luz propia.
- Que se descubra! – Fue la orden que Abderramán dio con algo de ansiedad.
El velo de seda, oro y plata fue deslizándose poco a poco. Y una cascada de fuego vivo fue brillando ante nosotros, haciendo empalidecer a los muros áureos. La belleza de la Odalisca era tal, junto con su cabello rojo flameante, que diríase una aparición de alguna antigua diosa del fuego y de la belleza, quizá de la Venus de los paganos.
- ¿Cuál es tu nombre, Bella entre las bellas?
- Alessandra, Mi Señor.
- Assad!
- Ordene, Mi señor.
- Se mi testigo. De ahora en adelante, su nombre será Umm al-Zahra
- Así será, mi señor.
- Alzahra, dime, ¿de dónde sois?
- Circasiana, mi señor.
- Assad, mi voluntad es que quede a tu cuidado dentro de palacio. Cúmplela, instrúyela y protégela.
- Sí, Mi señor.
Alzahra y las demás se retiraron, pero en mi creció una gran inquietud. La Circasiana era la mujer más bella que jamás habían visto en Khurtuba… ¡Y ahora estaba a mi Cuidado! Si fallaba en esta prueba, mi pueblo seria execrado y destruido.
Mes tras mes, día tras día, Alzahra y yo nos dedicábamos a pulir su árabe y sus costumbres para que fueran dignas de Su Majestad. Mes tras mes, hacia el amor con mi mujer, mi Rajel. Lo hacía pensando en Alzahra. Pensaba en su pelo rojo como el fuego, en sus ojos abrasadores, en su aliento, en su piel. Rajel no decía nada. Nunca dijo nada, pero tengo la certidumbre que lo sabía, lo sabía y callaba. ¿Callaba por mi o por nuestra nación?
El invierno llego. Abderraman salió nuevamente a campaña contra los nazarenos del norte. En Khurtuba caía, excepcional, la nieve. El palacio estaba frio. El muecín a lo lejos llamaba a la oración y Alzahra y yo estábamos enfrascados en un aparte importante del Kalila wa-Dimna, una historia sobre amor y pasión. Fue bastante impremeditado. Alzahra levanto sus ojos hasta encontrarse con los míos. La historia de la que hablábamos seguía en mis labios.
- Maese Assad, tengo frio.
- Mi Sayyida, permítame ponerle este abrigo de piel de oso que…
- No, Maese. Abráceme, por favor
- Sayidda…
- Se lo ruego…
Lo hice.
- Se siente tan bien, Maese Assad…
Lo que siguió fue inevitable. A pesar del frio, Alzahra exhalaba una dulce tibieza a través de sus ropajes de seda, y un olor perturbador. Nos abrazábamos y empecé a besar su cuello. La Sayyida me presento sus labios y nos unimos en un cálido y delicioso beso en el que bebimos y saboreamos y exploramos cada gota, parte y lugar de ambos. Mis manos acariciaban su espalda sintiendo la doble suavidad de la seda y de su piel aterciopelada, levantando pequeños suspiros por parte de Alzahra. No solo su cabello se sentía arder: era toda ella, mientras me seguía besando y acariciando mi cuello y mi espalda.
Nos tumbamos en los almohadones sin dejar de besarnos. La Sayyida empezó a liberar mis ropajes y a besarme. Pude comprobar que bajo la seda prácticamente estaba desnuda, y eso hizo que mi corazón latiese más rápido. Por fin, con un gentil gesto, libere su corpiño y sus dos palomas coronadas con fresones cálidos fueron atacadas por mis labios, mientras Alzahara me apretaba contra si como poseída y simplemente acertaba a gemir entrecortadamente, mientras ambos sentíamos que el aire se nos agotaba.
A su vez, ella me libero de mis ropas. Besamos, lamimos, succionamos, nos besábamos como si el aire fuera a acabarse al siguiente instante sin dejar de acariciarnos explorando nuestros cuerpos y dejando que restallara la pasión. Gentilmente, con sus finas y tibias manos, tomo mi miembro y como si fuera una raíz mágica empezó a lamerlo. Mi placer se elevó por los cielos. La Sayyida, sin ningún recato, seguía con un ritmo frenético, mientras yo, con mis manos, exploraba la fuente de su placer con delicada destreza, sin dejar de estar atento a los gemidos que servían como faro para mi placer.
No soportamos más y procedí a penetrarla. El tiempo parecía haberse detenido, y la habitación caldeado. Éramos como Adam y Jevveh, descubriendo en el primer Shabat de la creación los deleites de los cuerpos. Aunque no: Adam y Jevveh eran legítima pareja. Éramos Adam Kadmon y Lilith, entrelazando nuestros cuerpos de manera prohibida y deliciosa, con cada vez más ardor, con frenesí incluso. Mi ardiente miembro se sentía arropado por una caverna tibia y húmeda, y todo mi ser estaba experimentando sensaciones que jamás pensó que llegaría a sentir. Éramos parte de un rito orgiástico, como las prostitutas sagradas que exterminaron mis antepasados allá en nuestra perdida Eretz Israel. No quería que terminara, no quería que parara. No importaba nada más en ese momento, no había nada que valiera la pena salvo el aquí y el ahora.
Como una explosión, como una llamarada, nuestros orgasmos se manifestaron al unísono. Bañados en sudor y llenos de nuestros licores, yacimos un largo rato, el uno al lado de la otra, con una pesada respiración, acezantes. Hasta que, tal como debió suceder luego de comer el fruto del Etz Hayim, del árbol de la vida, la consciencia de nuestro deleitable delito se manifestó de nuevo entre nosotros.
Mi retirada fue poco menos que una huida. Sentía que a cada paso, los guardias de palacio me aprenderían por un delito de lesa majestad. Abderramán, mi Rey, regreso dos días más tarde. Pretextando deberes religiosos, solicite su licencia para dirigirme a Tolouse. Una vez conseguida la licencia, y en medio de la noche, sin esperar nada ni a nadie, y con lo que ya tenía preparado, abandone a Khurtuba para siempre.
Nunca más volví a ver ni a la Sayyida ni a mi Señor Khalifa. Nunca supieron lo que sucedió entre nosotros. Mi señor ya ha muerto, y sobre el reino esta mi Señor al-Ḥakam ibn ʿAbd ar-Raḥmān, segundo de su nombre. Su cabello rojo le delata como hijo de la Sayyida, en cuyo honor se edificio Madīnat al-Zahrā como capital eterna del Califato. Pero su ansia de saber y sus ojos oscuros como los mios delatan que su ascendencia no es la de Ismael, sino la de Yehuda.
Siento que el Malaj HaMavet, el Angel de la Muerte, está aquí para conducirme a la presencia del Uno y Único. Me siento cansado. Nadie sabe realmente los motivos de mi huida, nadie nunca sabrá la intensidad de mi traición.
Y especialmente, nadie sabe, hasta hoy, cuan brillante y dulce era el amor de Alessandra, la Sayyida Umm al Zahra, La madre del esplendor, ni cuantas lagrimas derramare en silencio por morir lejos de ella, en estas tierras de África, añorándola tal como aquella tarde de invierno en Khurtuba.





Texto agregado el 29-09-2014, y leído por 97 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
30-09-2014 Embrujador relato.Me sentí atrapado desde el principio por la belleza de esta historia,muy similar a las de las mil y una noches.Lástima el final del médico judío,aunque pienso que pudo haber sido peor.UN ABRAZO. gafer
 
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