Retumba en mi pecho, sol, aire, poesía.
Y te encuentro en soledad, libre de todo mal, gastando y degustando de tú persona, ser que reviste la ciudad de fuego y miel.
Ni las palomas opacan tu pureza, y vislumbra en tu rostro el sol fugaz que llamamos vida, y te vigilo, en sigilo a ti: hada que se extingue con el tiempo que pasa y no perdona, y te observo deambulando entre los borrachitos y los abuelitos que invaden esta plaza a la que llamo hogar nuestro de todas las cenizas.
Te acecho detrás de un árbol y te repico y veo tu rostro, me ilusiona tu... su sonrisa e intento comprender como nos hemos alejado tanto, por cuestiones insalvables de la vida misma; perdiéndote un poco cada día, porque en el combate del amor, ganar ciertas batallas no te asegura ganar la guerra.
Pasa una nube enorme y te oscurece, me deleito en verte escribir, en tu vieja libreta de nombres perdidos, tus ocurrencias de doña desquiciada, tus frases de mujer mata hombres; pero te aburres y se despierta tu manía de escribir sin pensar, revistiéndote de dadaísta, creas esa lengua que nace de tu alma y que moriría por hablarla en tus días de inexplicables melancolías.
Se asoma de nuevo el sol creyente, y me decido acércame aún más, pero me detengo súbitamente cuando veo a un tipazo que se acerca a ti, con esa misma sonrisa que robo de mi boca y esa ilusión en sus ojos que en mí persona, aun destella en mi mirada, ciertas esperanzas...
y me cubro entre unas rejas de la plaza: preso, esperando de tu actuación una sentencia para la condena de este tonto enamorado.
Y Él, mi sustito de verano, no escatima tiempo para besarte y darte de rodilla una flor real o artificial como vuestro amor o como el nuestro, y te dice ciertas palabras efímeras que hasta la suave brisa las alejas, y se propone a sentarse a tu lado sin la menor preocupación de que existo.
Y dejó de torturarme con los ojos, y decido, más por orgullo que por instinto, acércame a ellos, para resolver lo nuestro y terminar de cortar el hilo que nos une, o que me sostenía como un títere de tus seductoras manos.
Dulce, (Amarga María) ve que me acerco y suspira, y le pide a Él que se aleje; Nos miramos sin hablarnos, y ella entendía lo escrito en mi rostro, leyó en mis lágrimas mi culpabilidad y mi incapacidad para amarla y hacerla feliz de tiempo en tiempo.
En cambio, su rostro, toda su mirada, cuerpo, y sombra se mantuvo inerte, sin reflejar vida, ni esencia, en ese momento entendí que ella había muerto para mí y en mí, eternamente. |