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Recuerdos

El utilitario se desplazaba con lentitud por la carretera plagada de curvas que conectaba la moderna autovía con el pueblo. Desde que quedaban atrás los últimos picos de la Sierra Nevada almeriense, el paisaje empezaba a cambiar. Las tierras cuajadas de olivos y el frescor de los huertos hacían ver que el agua, aunque no fuera abundante, no faltaba en aquellos parajes. Pero cuando la autovía se adentraba en el último desierto de Europa, la pizarra y el esparto se adueñaban del paisaje y los escasos árboles que salpicaban la llanura parecían esqueletos sin carne, encogidos, raquíticos y secos.
-- Cristina, no te preocupes. El abuelo estará igual que la semana pasada. Lleva tiempo así. Nos hemos acostumbrado ya a lo más duro. Fue algo tremendo la primera vez que te confundió con tu madre; verlo ensimismado, con los ojos perdidos y de pronto, sin ninguna razón, rompiendo a llorar como un chiquillo o furioso, intentando pegarle a tu madre o abrir la puerta de la casa que tu padre mantenía cerrada para que no se escapara. Hasta lo más duro, cuando se hace rutinario, se puede soportar.
-- Lo sé, Martín. Solamente me preocupan dos cosas: el no saber si el abuelo sufre y hasta cuándo va a aguantar mi madre. ¿No te das cuenta de que se está quedando como una pasa, demacrada y con bolsas en los ojos?
-- Cariño, nadie puede hacer más de lo que hacemos por él.
-- Sí, todos tenemos la conciencia tranquila. A mí me remuerde un poquito por ti. Llevamos muchos fines de semana viniendo al pueblo sin pensar siquiera en un viajecito, aunque sea corto. ¡Con lo que te gusta viajar! Te prometo que…
-- No tienes que prometer nada. Tenemos tiempo por delante, justamente lo que ellos no tienen.
El coche, tras dejar la carretera, se adentró por calles estrechas y tortuosas y se detuvo en la puerta de la casa que, durante doscientos años, había sido de la familia.
-- Hola, mamá. ¿Cómo estás?
-- Tirando, hija, tirando.
-- ¿Y el abuelo?
-- Como siempre en el despacho. Ya va siendo hora de acostarlo. Le he dado la cena y las medicinas y estaba esperando a que llegarais. En cuanto le des un beso, lo llevo a su habitación.
Cristina abrió la puerta del despacho y lo encontró en su sillón, de espaldas a la entrada, mirando por la ventana a la calle por la que ya a esas horas no pasaba nadie. No hizo ningún movimiento. Sólo cuando Cristina, desde atrás, le rodeó el cuello con sus brazos y le estampó un sonoro beso en la mejilla, esbozó una sonrisa.
-- Abuelo, es hora de acostarse.
Lo cogió de las manos y lo encaminó, pasito a pasito, al dormitorio. Su madre la ayudó a desnudarlo y a meterlo en la cama. Apagaron la luz y, al salir de la habitación, su madre cerró la puerta con llave.
-- Es mejor así.



El día, como casi siempre, amaneció radiante en aquel pueblo del Sur. Cristina saludó a sus padres que ya estaban levantados y, sin saber porqué, se dirigió al despacho del abuelo. Contempló la librería de nogal macizo y pensó que algún día se la llevaría a su casa. Albergaba libros de las más diferentes materias: Historias bélicas, tratados de derecho, poesía, las obras completas de Blasco Ibáñez, y le llamaron especialmente la atención diez grandes volúmenes, que por su vetustez, quizás pertenecieran a una antigua edición de una obra de Historia (del padre Mariana, le pareció ver). Abrió la portezuela de uno de los armaritos que constituían la base de la librería y removió la montaña de papeles que tenía ante sí. Recibos, libros de contabilidad de las explotaciones agrícolas de la familia, cuadernos escolares... De la balda del fondo tomó un cuaderno de tapas de cartón y hojas cuadriculadas que le llamó la atención precisamente porque no tenía en su exterior ninguna referencia a su contenido. Lo abrió y justo en el centro de la primera hoja, en letras mayúsculas, encontró una sola palabra: DIARIO.
Picada por la curiosidad, se sentó para estar más cómoda. Pasó la primera hoja y encontró la primera anotación:
“Hoy hemos ganado la guerra; pero, ¿hemos vencido algunos o hemos perdido todos?”
La letra indudablemente era de hombre; una letra perfecta, cuadrada, uniforme, que denotaba el buen pulso de su autor. Por la referencia tan personal a la guerra no podía ser nada más que del abuelo. El abuelo, joven maestro entonces, participó en ella como alférez provisional, en el lado de los nacionales. Tras la rotundidad de la primera frase que denotaba el orgullo de haber contribuido a la victoria, le llamó la atención la última expresión interrogativa. Indudablemente translucía un viso de duda subjetiva sobre lo ocurrido en aquellos años en los que España se partió en dos.
Ayudado por su hija el abuelo entró en el despacho y, cuando vio sentada a su nieta con el cuaderno entre las manos, un desasosiego inexplicable se apoderó de él. Movía la cabeza de un lado a otro, entre el torrente de palabras sin sentido que salía de su boca, sólo una se entendía con claridad, repetida una y otra vez: “No, No, No”.
-- De vez en cuando se pone así, sin saber porqué.
Su hija lo sentó en el sillón como si fuera un cojín que encontrara su natural acomodo.
-- Mamá, déjame con él. Vete a hacer lo que tengas que hacer y yo procuraré calmarlo y distraerlo.
-- Gracias hija. Al menos los fines de semana que venís puedo desentenderme un poco de tu abuelo y descansar algo.
Lo decía casi con vergüenza, con un sentimiento de culpa que no tenía para Cristina ningún sentido.
Cristina se levantó y le dio un beso que lo tranquilizó. Se volvió a sentar enfrente de su abuelo y comenzó a hacer como que leía el cuaderno que tenía entre las manos.
“En el primer discurso tras la victoria, Franco ha prometido la reconciliación entre todos los españoles. Los que han perdido la guerra serán amnistiados y podrán reincorporarse a sus actividades, volver a sus pueblos y ciudades y reencontrarse con sus familias… Nuestra patria será una patria de paz y...”
Le había costado mucho esfuerzo decir lo que acababa de decir. A una militante comunista, de formación marxista y sindicalista de primera línea en el hospital en que trabajaba, tergiversar la historia de esa manera le dolía, aunque el único destinatario de su narración fuera un anciano que no sabía siquiera si estaría entendiendo lo que oía.
Pero lo cierto es que la expresión del abuelo cambió y su rostro, adusto y triste, se vio inundado por una sonrisa.
-- Abuelo, hoy vamos a salir a la calle a pasear. Hace un sol maravilloso.





Cada fin de semana se volvía a repetir la historia. Como en un rito religioso, periódico y obligado, Cristina iba desgranando la vida de su abuelo a partir de aquellas notas de su propio puño y letra. Cuando observaba algún apunte que denotaba dudas de conciencia sobre la actuación de su abuelo, edulcoraba su propia narración, tratando de ponerse en el lugar y la situación que él había vivido, y desarrollándola en el sentido mas proclive a la concordia. Cuando las anotaciones expresaban vivencias felices, su narración las amplificaba e intensificaba, deteniéndose en la descripción de aquellos momentos con todo lujo de detalles.

“Hace ocho meses que llegué a este pueblo y puedo decir que todo va mejor de lo que era de esperar en estos años tan convulsos. Creo que he encontrado a la mujer de mi vida. No puedo negarme a mí mismo que Pepita me gusta. Es una mujer de cuerpo entero y de alma transparente. Aunque no sea fácil por la oposición de su familia, será mi mujer.”

Cristina sabía que la mujer de su vida había sido la abuela Pepa. Los había visto felices en las fotografías en blanco y negro que poblaban la casa, de recién casados, y con su madre en brazos.
“Pepita me dio el sí en la feria, en el casino. Cuando la saqué a bailar un pasodoble, se me quedó mirando con aquellos ojos azules clavados en los míos, sin bajar la mirada ante mi uniforme como había ocurrido con otras muchachas del pueblo.
--Sr. Teniente, ¿qué intenciones tiene usted?
Todavía me sonrío cuando recuerdo aquella insolente pregunta que quería acotar el terreno de nuestra relación. Qué intenciones iba a tener con aquel lujo de mujer. La quería para mí, toda entera, desde la cabeza a los pies.”
Los ojos hundidos del abuelo parecían cobrar vida y perderse no en el infinito, sino en un lugar y en una época en la que había sido completamente dichoso, como si hubiera logrado perforar el túnel del tiempo y retroceder a su particular reino de la felicidad.
-- Abuelo, vamos a pasear por el jardín.





“Hoy ha venido al mundo mi hija María. Todo ha ido bien. Es preciosa, como su madre”.

Cristina volvió la cara hacia la estantería buscando la inspiración en una fotografía en la que aparecía su madre sentada sobre las rodillas del abuelo, intentando cogerle el mostacho.

“María está preciosa. Es un ángel rubio que siempre esta riendo. Cuando oye la llave en la cerradura, sale a recibirme corriendo, casi a trompicones, hasta que se me abraza a las piernas. Cuando la tomo en brazos y la lanzo hacia arriba no deja de reír. A su madre y a mi nos dan las tantas viéndola dormir en su cunita. Es un regalo del cielo esta niña…”
El abuelo, dirigiéndose a ella, balbuceó “María, María”. No sabía si la estaba confundiendo con su madre, pero daba igual. Cristina sabía, porque cuando era una adolescente se lo había dicho, que sus tres mujeres (sus “tres Gracias” las llamaba) eran lo más importante de su vida. Cristina recordó su infancia feliz en aquella casa con la imponente figura del abuelo, grande y fuerte, pero cariñoso y cercano, inundándolo todo.
-- Abuelo, hoy pasearemos por el patio. Hace mucho viento para salir a la calle.





No había podido salir antes del hospital. Las guardias en urgencias eran complicadas y no resultaba fácil buscar, de improviso, una compañera que la sustituyera. Cuando acabó su turno a las tres, Martín la estaba esperando en la puerta con el coche en marcha. Durante el viaje, aunque apenas hablaron, Cristina sentía la cercanía y el apoyo de su marido.
Al entrar en la habitación le llamó la atención la expresión beatífica de la cara del abuelo que mantenía su dignidad aun después de haberse ido. Se fundió en un abrazo con su madre y lloraron desconsoladamente durante unos minutos, apretándose, notándose juntos sus cuerpos y sus almas.
-- Hija, ha muerto sin darse cuenta.
La gente, como era habitual, iba llenando la casa para dar el pésame a los familiares del difunto. Cristina se escabulló y buscó refugio en el despacho. Cerró la puerta, tomó el diario del abuelo que la había ayudado a hacerlo feliz, y volvió a leer la última anotación, hecha cuando ya el abuelo empezaba a perder el sentido de la realidad:
“Siento que me estoy perdiendo. Si pudiera conocer el preciso momento en que traspase la barrera que me impida volver, en ese mismo instante, me pegaría un tiro. No quiero que sufran por mi”.
Evidentemente el abuelo no se había dado cuenta del momento en que cruzó la línea sin retorno.

















Nota del autor: A mi madre que nos dejó pronto, envejecida por el alzheimer, perdida en su infancia, confundida en las sensaciones (tenía hambre cuando acababa de comer) y en los sentimientos (a veces, parecía odiar a quienes más la querían). Y a mi padre que estuvo a su lado hasta el fin.

Texto agregado el 21-09-2014, y leído por 165 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
21-09-2014 Excelente narración. Has tocado el tema con una gran ternura pero sin caer en la sensiblería, algo muy difícil de conseguir. m_a_g_d_a2000
 
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