Mañana plomiza en la ciudad, un tránsito que no da respiro y con un monótono paisaje que puedo divisar desde la ventanilla del auto.
Un nuevo semáforo me niega el derecho de avanzar dando paso a una marea humana que pugna por cruzar la acera.
De entre todos me llamó la atención una dama de escuálida figura, un jean azul oscuro que remataba con una ceñida camisa color fucsia. No sé porque me detuve en ella, tal vez por su extrema delgadez, por su andar sigiloso. Lo cierto es que retuve esa imagen. Por algún motivo sobresalía del resto.
La avenida otra vez me abrió el camino y continué mi recorrido con la sosegada compañía de las Bodas de Fígaro que el eximio Mozart le regaló a la humanidad y que me las obsequiaba para mi disfrute.
Cruce como pude el viejo puente de hierro que separa la capital de la provincia y me encaminé rumbo a la aburrida avenida, una arteria recta, sin atractivos, que me conducía a mi trabajo.
Una absurda barrera del ferrocarril otra vez ensañándose con mi persona en momentos en que por segunda vez en el día se presentaba aquella dama de jean y camisa. No podía creerlo pero era ella, cruzando la calle, con la cabeza erguida mirando siempre al frente. Esta vez me detuve a observar sus pies que calzaban unas zapatillas blancas.
Era imposible que la mujer hubiera llegado primero al lugar, pero sin dudas era ella que obstinadamente se interponía ante mi vista.
No fue la última vez que me cruce con ella aquel día, ya fuera del vehículo, cuando llegaba a la oficina, la sentí, porque no observé que venía de frente, y un impulso me llevó a girar y mirar hacia atrás y pude observarla en la acera con su mismo andar, su misma ropa, su mismas zapatillas. Parecía que solo yo podía verla, ya que por las mañanas nadie ve a nadie, son solo ejércitos de zombies que deambulan por las calles.
Una mezcla de curiosidad y temor me colmó las horas buscando infructuosamente repetir el encuentro que la gran ciudad ahora me lo negaba.
Cuando el recuerdo se convertía en anécdota en la estación Callao de subterráneo divise a aquella visitante extraña de conocidas vestimentas que aguardaba el paso del tren desde el otro andén. Fueron segundos hasta que la ruidosa formación se posó en el andén dejando a su paso una estación vacía, sin rastros de la mujer ni de cualquier otro pasajero. En mi turno llego el metro que me transporto en el sentido opuesto del de la intrigante mujer.
En mi atelier me dispuse a tallar su figura, la imaginé sola atravesando la ciudad con sus atuendos originales y que mi alma de artista osó agregarle un bolso negro con pintas fucsia, tal vez fuera su color preferido.
Con la obra inconclusa y el cansancio a cuestas me deje caer entre las sábanas con un vago intento de soñarla.
Una mañana de jueves la volví a ver, lo sorprendente fue descubrir que de sus hombros pendía aquel bolso que le regalé sobre el tapiz y que ahora lucía grácilmente sobre su cuerpo mientras ascendía al bus que no compartía mi camino.
Esa noche, mis pinceles se lanzaron sobre el lienzo de la dama, pude descubrir su mirada, tan enamorada, tan lejana.
OTREBLA
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