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To love somebody

Siempre hay una rutina. A mí me gusta levantarme a las cinco de la mañana. Tomarme dos tazas de café expreso, sentado cerca de la ventana, y viendo hacía el valle de la ciudad de México. Así comienzo el día. A veces sale algo, otras, simple y llanamente disfruto del café.
Lento. En el silencio y la oscuridad de la madrugada, dejo que mis pensamientos vuelen tiempo atrás. Que sean arrullados por el viento sencillo y tibio de mi pueblo. Que se mezan de uno a otro lado. Que se acuclillen en derredor de mis nostalgias.
He pensado en volver a Salto de agua.
Hacerlo siempre en la soledad de mi alma. Sin que ninguno de los viejos amigos se entere de mis sueños. Dejarme llevar una tarde, desde el parque caluroso de Macuspana. Cayendo ya la noche, manejar con la tranquilidad de un vagabundo. Recorrer la vieja terracería desde la panamericana. Seguramente encontrare aún, -antes de cruzar las vías del tren-, la escuelita de madera, pintada de azul pajizo, del ejido Chamizal. Lo he soñado una, y otra vez. Acercándome a deshoras, con la penumbra de la noche. Junto a la poza azul. El reflejo de su espejo directo a mis ojos. Seguir mi rodar. Me veo dejando el auto en la desvencijada y abandonada estación de trenes de salto de agua. Quizás un viernes, y por qué no, uno particularmente húmedo. Con una llovizna suave, pertinaz, fresca. Nada que no pueda aguantarse con una ligera camisa de mezclilla. Once treinta de la noche. El silencio en las casas, y la oscuridad en la calle. Empezar a caminar. Que tan sólo se escuchen mis pisadas. La pereza de mi andar. En mis pensamientos, Los Beatles y Hey Jude.
¿Lo recuerdas?, intentando en todo momento omitir nombres.
¿Lo recuerdas?, dije.
Caminar esa calle larga y solitaria, viejas casas de mis amigos. El abandonado beneficio de café, y arroz, donde aprendí a montar bicicleta. Y donde me desmadejé, con el intento de una motocicleta.
Eso es lo que he soñado. Abandonarme al rito. Cada paso desandando mis recuerdos. Mis nostalgias. La casa en la que vivimos. Amarilla y de dos plantas. El jardín que abandonó mi madre. Y verme allí en el corredor por el que, me asomaba día a día. La sonrisa de mis hermanos. La seriedad de papá. Recordar que en el patio trasero debía estar un caimito frondoso, pletórico de frutos, hurtar uno a la medianoche. La naranja cajera, al centro. Talvez sentarme un rato a vigilar la casa desde el patio de atrás. El caminito al centro de salud. Revivir aquellos tiempos en los que, ansioso me asomaba por los ventanales a descubrir enfermos. Aislado y remoto centro de salud. Enclavado en una espesa vegetación.
Retomar mi andar. Las doce y media de la noche. Respirar el aliento de mi pueblo. Y por qué no, dejar que alguna lagrima resbale por mis mejillas. Volver como un loco las pisadas a un lugar, y a otro lugar, y a otro lugar. Sin rumbo definido. Sin itinerario marcado. Ningún nombre, ninguna casa en particular. Beberme en el silencio, la respiración nocturna del pueblo. El rumor del río Tulijá. Bajar del malecón. Desnudarme a las dos de la madrugada, sumergirme en sus aguas. Bautismo universal. Que alivio debe ser andar por las calles de ese pueblo, a altas horas de la noche, o primeras de la madrugada. La escuela federal, el puente de hamaca. Las casonas tristes. El corredor de madera, justo antes de cruzar el puente, rumbo al barrio de Chapultepec. Diecisiete años de nueva cuenta. La lluvia empapándome la vida. Mezclilla, como ahora. Sin nombres, me propuse. Sin nombres me quedaré en esta espera. Sin nombres.
Acariciar con mis manos los largos ventanales de la escuela del estado. Esos bloques inclinados formando rectangulares rendijas. De nueva cuenta los gritos rompiendo la salida. Sentirme rodeado por aquellos viejos amigos, algunos de los que, no podría reconocer el rostro. Que angustia debe ser estar allí, a las dos y media de una madrugada. Solo. Extrañamente ajeno. Cerrar los ojos y volver el tiempo atrás.
Sentarme en alguna de las bancas del parque. Aquella juventud contenida en un suspiro. Las citas después del cine. Las sodas. Ignoro, si ahora aún hay puestos de sodas. En mi recuerdo, vivos, justo como en aquellos años. El cine Robles, los billares. Dónde habrá quedado enganchada la mirada de aquella joven. Dónde habrá quedado el suspiro que partió de mi alma. El paso solitario cumpliendo las tres de la mañana. Taconeo a discreción frente a la Iglesia. La primera comunión en los años de adolescencia. Un pequeño truco. Un pequeño desliz.
-Es tiempo de reconciliarse, había dicho el sacerdote visitante.
Y prestos, a cual más, nos apuntamos.
La rebeldía que se ajustaba con la ansiedad de los padres. Esta tierra caliente. Este deseo ingrato que brotaba a manos llenas.
-Es el calor de Salto de agua. Decía mi abuelo.
- es el demonio. Decía mi madre.
-Poza azul, decía mi padre
Eran las aguas del río Tulijá. Decía la gente del pueblo.
Eran las mujeres, y más que las mujeres. Eran las miradas de las mujeres. Pensaba yo.
Era todo junto, dentro de mi alma.
El calor de Salto de agua, el demonio, las frías aguas de poza azul, las aguas cálidas del Tulijá, y las miradas de las mujeres.
Eran los amigos, pienso ahora. Filosofo.
A las cuatro y media de la mañana, me alisto a que, de pronto el mercado comience a despertar. El sabor de un café. Un chanchamito. Platanitos rellenos de queso. La algarabía de los puesteros. Los buenos días, y las mentadas de madre, para propiciar la jornada. La sonrisa de quien me atiende. La duda en su mirada.
¿Usted no es de por acá? Dice.
Sólo sonrío.
La alborada. Asomarme entonces al puente. Ascender los escalones, el terraplén. Sentarme sobre las vías del tren. Perder la mirada en las verdes aguas del Tulijá. Respirar profundo. Inundar mis pulmones del aire fresco, de la rivera esplendida. La claridad que empieza a bañar mi vida. Mi pueblo. Cruzo el puente en uno y otro sentido. Paso, a paso por los durmientes. Como debe hacerse. Como aprendí a hacerlo. Cuanta añoranza por las canastillas de fierro. Esqueletos muertos. Abandonarme tal vez a este sueño. El murmullo del río, sonido que acaricia mi memoria. Dejarme ir al vacío. Sentir que, mi cuerpo flota en ese espacio, en ese breve tiempo en el que va cayendo hasta chocar y hundirse en las aguas del Tulijá. Dejar que sus aguas arrastren mi cuerpo. Integrarme en el cauce. Formar un solo ser con el río.
Seis de la mañana. El inquieto y frágil despertar de mi pueblo. Salto de agua comienza con el bostezo. Luces mortecinas en las casas. Es tiempo de dar los pasos de vuelta. Mi vieja costumbre de chaval. Caminar equilibrándome en las rieles del ferrocarril. Hacía abajo, lo que fuera mi escuela secundaria. La cueva de leones. Potreros y senderos a uno y otro lado. De nuevo en la estación. Apuro el paso, la gente ha comenzado a invadir las calles. El auto espera. Subo de nuevo. Enciendo motores. Algún extraño mira mis ojos. Intenta reconocerme. Esa tarde su descripción será crucial para reconstruirme. Doy vuelta atrás. El automóvil comienza a llevarme de nuevo, lejos de ese pueblo. Lejos de Salto de agua.
Habrá murmuraciones. Alguien describirá el auto estacionado, con detalles inciertos, velados por la oscuridad. A cual más hablara del sonido de mis pisadas. La silueta que caminó las calles. Me confundirán con fulano, o con zutano. Fulano y Zutano confirmaran que, no se trataba de ellos. Crecerá la duda, y el rumor. Un alma en pena, dirán algunos. Algún bandido buscando que robar. La señora del mercado, contara que intentó hablarme, y que no respondí. Pero que además, un muerto no es capaz de comerse un chanchamito, o unos platanitos rellenos. Un café tal vez, si, ¿por qué no?
-Muerto No, asegurara. Y después, brillará en sus ojos la duda.
-O quizás si. Pensara en sus adentros.
El hombre de la estación que, sostuvo mi mirada, construirá un retrato borroso de lo que fui. No señalará la cicatriz de mi alma. Tampoco hará eco de los sinsabores y de las alegrías que, me han acompañado en este peregrinar. Se concretará a decir.
-Como de esta altura. Y hará la seña con la mano, conformándome un poco más alto de lo que realmente soy.
-¿Ojos claros?, le cuestionaran. Y él se quedara pensando en ese detalle. Guardara silencio.
¿Cómo es que no puedes saber si sus ojos eran claros? Preguntara su mujer.
-Si dices que se vieron directos. Apuntara después.
Y el resto del día el hombre atormentará su alma pensando si aquellos ojos, eran claros.
Siempre hay una rutina. A mí me gusta levantarme a las cinco de la mañana. Tomarme dos tazas de café expreso, sentado junto a la ventana. A mis pies, el valle de la ciudad de México.
Janis Joplin, To Love Somebody. Dándome vueltas dentro de la cabeza.
Es tiempo de dejar de soñar.
Abro los ojos. A la vez me cuestiono. Si los ojos del hombre que cruzó en mi camino, al abandonar salto de agua, eran claros.
-Los ojos eran claros. Afirmare
¿Seguro?
Y atormentaré mi alma el resto de mi vida, pensando en esos ojos.

Ciudad de México. 16 de septiembre, 2014.
Oscar Martínez molina

Texto agregado el 17-09-2014, y leído por 220 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
30-09-2014 Magnifico!!!! Me encanto!!! HerilOmy
21-09-2014 Me has conducido en tu viaje hasta Salto de Agua que describes con nostalgia y amor. porsus calles la escuela y ese secreto entre ti y tu alma como con egoimo para disfrutarlo a sola. un recorrido hasta tu pueblo que habla bien de tu corazón bello y puro tu relato. un abrazo lo disfrute mirando lejanias rolandofa
17-09-2014 Disfruté contigo el recorrido.UN ABRAZO. GAFER
 
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