Su silueta dependía ahora de caballos y de sombras como un cruce del infierno delineando aquel sendero. El carruaje recorría las eternas latitudes en un ir y venir de miradas cansinas, bajo el humo de las tumbas opacando la ciudad. Y el frío se diluía en una lágrima de tiempo flotando sobre las mejillas, rasgando la memoria de los rostros, mientras el cielo atravesaba su dolor en un feroz espasmo, ante cóncavos mortales expectantes. No te vi partir, sino quedarte en lo etéreo del follaje que enmarcaba la rutina, para esconderte entre las formas de un cementerio quieto. Y bajo la insipiente luna, me fugué con el recuerdo de tu nombre brillando en el responso, a la vez que el aire fluctuaba azotando el lúgubre episodio. Detrás, las procesiones se insertaban en el lento mirar de las estatuas que transgredían lo sagrado, mientras todo acudía al llanto de efímeras respuestas, extendidas en un laberinto de más dudas. Me acerqué despacio al crepitar incinerado de esas voces, para desangrarme en infinitos ataúdes. Y aunque mi epitafio todavía perdura, a veces los recuerdos trascienden el soñar de las figuras.

Ana Cecilia.