Aparecidas del fondo inescrutable de la calle Avellaneda,
como arrastrando sus sombras de enormes cabezas, bajo la escaza luz
del amanecer. Con el júbilo de los pájaros despertando el dia, la
vieja radio a pilas anunciaba la hora seis, para continuar con el
pronóstico del tiempo.
Ajetreados los siete dias de la semana comenzaban y
terminaban en un lugar común: los lavaderos, en márgenes del rio
Rosario, a casi dos kilómetros del entonces pueblo. El regreso a sus
hogares era con la noche y el cansancio trizándoles los sueños.
Mujeres, madres colosales aquéllas, de lengua picante y
gestos audaces cuando algún cazador furtivo pasaba por el lugar para
mirar de reojo la sugerente sensualidad de las polleras recogidas
hasta los muslos.
Casi todas bajaban desde villa Viveros y sus aledaños; mas
la memoria se encapricha con algunos nombres. Felisa Eguías,
reprendiéndonos siempre con voz que daba miedo (de tanto fumar
Fontanares sin filtro). Deslizaba la yema del pulgar sobre el
sagrado filo de su machete cabo de asta, y una mueca indefinible
metamorfoseaba sus facciones morenas; un brillo siniestro, como un
ave negra, danzaba en la noche de sus ojos. Tenía en los brazos, la
fuerza de un toro doña Felisa. Todavia escucho el trágico silbo del
acero en el hachazo, y el quejido casi humano del monte
desgajándose.
Entre otras lavanderas, la genial, salomónica abuela
Argentina; recitando con timbrada voz los versos del Martin Fierro,
la "Leyenda del mojón", cuando no cantaba "Mi noche triste". Al
amparo de su bondad vivían los desposeídos. Porque en la mesa
milagrosa de la abuela se multiplicaba el pan; la casa de la abuela
no tenía puertas para cerrar.
Entre el bien y el mal soñamos.
Recuerdo a Emilia, de Potosí (Bolivia); alzándose en punta
de pie sobre la hierba, con el sol a sus espaldas estilizando su
sombra; luchando con el viento que subía y bajaba con violencia la
soga donde colgaban las finas prendas de sedas exóticas de su
patrona libanesa. Cuando lograba atraparlas entre sus manos, Emilia
soñaba; mientras frotaba suavemente, como una lámpara, el rosa en
sus pómulos salientes, marcados por el rigor del tiempo en las
alturas.
Su sueño más grande era llegar a Buenos Aires. Creía en
un futuro promisorio para sus niños. El pueblo era casi una colonia
de inmigrantes europeos, y los hijos de Emilia (de una pureza
extrema e instruidos para el amor) soportaban el desprecio y el
rechazo de sus compañeros en la escuela y en las calles. Mutiladas
sus potencias, poco a poco perdían el interés por los juegos
integradores. Arrinconados siempre en alguna esquina del edificio
escolar, los niños en duelo miraban morir los dias.
La siesta picaba con el sol y los tábanos; a lo lejos, el
crespín desangraba la tarde.
Del pan compartido sólo quedaban migajas, y el estómago
comenzaba a quejarse.
Apeñuzcado en el centro, sobre la tierra rojiza y árida de
los cercos de Don Pavita, el matorral, con frutos silvestres, nos
tentaba; merodeado por algunas vacas flacas y cuatro caballos
cenizos de tan viejos, quietos, totalmente indiferentes a la jauría.
Entonces, el matorral se llenaba de voces, de silencios de a
ratos. Austero, desde su atalaya, el búho torcía su cuello para
seguir nuestro andar.
Antes habíamos sido adiestrados para decapitar serpientes, y
el siseo de reptiles entre las hojas secas no nos asustaba tanto
como el duende. Andaba siempre en el aire oliendo a heces, en la
rama espinuda que catapultaba sobre nuestras cabezas, o corrían
escalofríos por la médula cuando se dejaba caer como un puñado de
piquillín en el fondo de un tarro tan invisible, como el mismo
duende. Despavoridos escapábamos del monte enredándonos en la huída
con el hilo pegajoso que tejían las arañas, y el vestido y la carne
desgarrados por las espinas.
Pueden resucitar por un instante las lavanderas.
Inútil es pedirle al río las piedras que se ha llevado con
la furia arrasadora del verano.
MARIA TERESA MOLINA
Rosario de la Frontera, Salta
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