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Amalia Francisca Stubbe, en esos diez días que estuvo internada antes de dejarnos, yo sé, y puedo asegurarlo, sabía de mi presencia junto a ella.

Era aún el hospital viejo, el de las antiguas salas del Servicio, no le habían hecho las mejoras que lo cambiaron totalmente, que lo dejaron como está ahora. Obtuve la cama junto a la ventana que da a la calle de la sala seis, la más iluminada y cercana al office de enfermería.

Colgué en la pared junto a ella esa antigua cruz de madera con un cristo metálico atornillado que me dio mamá, y que permaneció en su habitación matrimonial desde que tengo recuerdos.

Estaba en un coma superficial, afásica. Con una escara sacra que le curaba a diario con la ayuda de alguna enfermera que la sostenía en decúbito lateral.

Digo que sé de su percepción de mi presencia, por que al hablarle al oído, o darle un beso en la frente o en la mejilla, los ojitos, esos ojitos celestes muy claro que apenas mostraba por una fina ranura entre los párpados… me sonreían.

(Nos dejó solos y tristes en la madrugada de un viernes de agosto, durante mi guardia. Ese octubre cumplía noventa y cuatro)

Mi tiempo, por que no es un tiempo indefinido, es el mío, y se estanca muchas veces en ella.

Observándome después de besarme y acariciar mi cabeza, cuando me despedía, cuando yo salía corriendo para mi casa, al girar la esquina y pasar frente al portón del patio de atrás, el de la leña, ella ya estaba allí parada sonriendo debajo de los anteojos y haciendome chau con la mano.

La recuerdo y sigo instalado en un presente que no avanza nunca y dura todo ese espesor que le doy a la infancia y adolescencia.

Cruzar desde la casa de la abuela a un orden distinto, el de mi casa o de la escuela, con otras obligaciones, deberes y tratos.

Nunca me llamó la atención encontrar a las maestras fuera del colegio, sin sus guardapolvos y en ropa de calle. Muchas de ellas vivían en esa casa. Tenía una pensión para maestras.

Ni esa connotación de que son afectivas solo con lo niños, las veía discretamente, en su relación con los novios que las visitaban.

-Están afilando, decía Amalia, mientras controlaba.

De ahí quizá nunca progreso en mí esa bajada de línea sarmientina, que seguramente salió del Billiken y de la creatividad de uno de nuestros más importantes deformadores de la historia: don Constancio C. Vigil, de que estas mujeres eran apóstoles de la enseñanza.

Si, repetí muchas veces el pensamiento de no verla ahí, la angustia de no verla entre la leña apilada saludando y comprobando que me iba contento.

Por suerte pude disfrutarla muchos años más. Pudimos, digo, a ella también se le iluminaba el rostro cuando le decía:

-¿Cómo estás viejita?

(2014)


Texto agregado el 14-09-2014, y leído por 289 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
15-10-2014 ***** solo las estrellas que sigan iluminando tu corazón por tan bello recuerdo. Nuestros viejitos nos siguen acompañando. Abrazos amigo. chilicote
16-09-2014 ***** vaerjuma
14-09-2014 Enternecedor. Un abrazo. 5* Damayanti
14-09-2014 Como dice gafer tu texto está lleno de dulzura,de ese recuerdo que nunca se borrará mientras vivamos,porque el amor que nos da una abuela(o) se queda para siempre en nosotros igual que su imagen en nuestra retina. Me encantó***** Victoria 6236013
14-09-2014 Me gusta la dulzura y el afecto que empleas con tu abuela en este relato.Yo también disfruté de las mías y aún las recuerdo con amor.UN ABRAZO. GAFER
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