A la larga uno se acostumbra
Raymundo Ayácatl observaba con un ojo, mientras se restregaba el otro envilecido por un mosco suicida, la chinampa que se erguía en los entresijos del lago Xochimilco. El promontorio lucía como una esmeralda flotante atascada de hortalizas embebidas de clorofila demandando los rayos nutricios del sol.
Cuando por fin logró aliviar los efectos de la invasión ocular contempló con fascinación sagrada el rudimentario vestigio agrícola de los Mexicas. Ese era su hogar.
Atusó sus rejegos cabellos y se alisó la barba relamida al ver a la joven que lo esperaba con una sonrisa radiante capaz de despejar cualquier cielo borrascoso. Ella no logró sostener por mucho tiempo el gesto por cubrir la nariz atormentada por el olor de las aguas verdes y por espantar los mosquitos que revolotean entre cilantros y matas de chile compungidas por el atardecer. Él remó con ahínco atlético de modo que la chalupa dejó una estela entre algunos nenúfares.
No obstante el talante rupestre de Raymundo como si fuera extraído de un mural de Diego Rivera, las turistas no dudaban de disputárselo debido a la protuberancia totémica que ostentaba entre las piernas bravas. Tal y como ocurriera siglos a tras cuando entre los colonizadores españoles hubo uno enjundioso que no ocultó su regocijo cuando vio la hombría del indígena que el taparrabo no alcanzaba a cubrir. El español era descendiente de los zerras quienes portaban cepas de licantropía que contaminara al nativo.
Al principio consideró su condición de hombre lobo como un fardo ignominioso, la obstinación de vengarse de los colonos era probablemente el único báculo que lo mantenía en pie. Con todo, el yugo del resentimiento se atemperó y sobrevivió más de quinientos años irradiando su aura fatal entre mozuelas dóciles que perdían algo más que la ecuanimidad ante su petreo atractivo capaz de suscitar deseos primitivos en las mujeres que veían en él una versión autóctona de Adonis.
Lo que Ayácatl no sabía era que la joven que se presentó con el nombre de Cyrus también deseaba su cuerpo pero con otros propósitos, lo quería como modelo para esculpir a Priapo, el dios griego más feo y portador de genitales inusualmente grandes.
Él había aceptado con la esperanza de seducirla en tanto durara su trabajo como modelo, de manera que mientras la escultora modelaba su obra tallando la cera con gestos pausados, Raymundo le dedicaba miradas lubricas y se consumía de deseo imaginando apoderarse de la fogosidad de las caderas y de los labios que parecían pedir indulgencia por los placeres que sabían provocar. Cada vez que sus miradas se cruzaban él exudaba testosterona por cada poro de su cuerpo indígena que ya no soportaba la abstinencia.
Ayácatl dormía bajo el pulso sosegado de las estrellas excepto en las noches de luna llena, cuando se trasladaba al bosque del volcán Xinantécatl, y esa lo era.
La sesión que se había alargado fue interrumpida por el vuelo geométrico de una parvada de patos que regresaban al nido. También Cyrus quería hacerlo, se despidió y encaminó hacia la embarcación en la que regresaba a tierra firme, de pronto oyó unos pasos quedos que pretendían contener el sonido de las pisadas, volteó y vio que sus ojos habían trocado a dos ascuas gobernadas por brillantes pupilas de depredador. Un sauce llorón se agitaba burlón como manos espectrales, susurraba peligro. Él se debatía entre dos necesidades básicas: todo lobo busca una pareja para iniciar su manada; sin ella se convierte en presa fácil para el resto de los depredadores, y atender su hambre voraz en noches de luna llena.
Empezó hablar con voz tan áspera como la fricción de un estrígil en franca disonancia con las frases de acento seductor que doblegó el último parapeto de la escultora quien al no desconocer la condición de Ray sentenció su futuro al aceptar que “a la larga uno se acostumbra”.
Él se abalanzó sobre ella abatiendo la distancia que los separaba, rodaron por las hortalizas. Después de una riada frenética de goce del esplendido cuerpo de Cyrus, Raymundo aulló complacido sin delatar cual necesidad atendió.
Para Yar quien me ha prodigado su amistad
|