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Como no siempre encontraba miga sobre la que discurrir, le venían etapas blancas. Etapas blancas en las que, sin embargo, había que narrar. Por ello su obra parecía escrita por dos: el sesudo hombre de letras y el diletante emborronador de papeles. La última historia tenía elementos mixtos y fue la que le empezó a dar el éxito. Un tipo empezaba a repartir hostias por la población y se quedaba solo. Sin razón aparente aquella máquina de repartir era extrañamente selectiva. Acertaba donde había que dar, pero desde un punto de vista ideológico. La población, pazguato refugio de trasnochadas tradiciones, no podía permitir aquel rigor. Tal máquina de blandir argumentos no era de aquel tiempo. Lo aparcaron en una hornacina y hoy es el ejemplo de lo que no se debe hacer exhibiéndolo en una cruz. |
Texto agregado el 10-09-2014, y leído por 181 visitantes. (1 voto)
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