Del foro: Desafío Creativo V
Variantes: Cantante de ópera / cornisa 5º piso /Gore
Ópera prima
Las ráfagas de aire le obligan a agarrarse con firmeza. Los pasos, fuertes y rápidos, y los gritos de varias personas se escapan del interior del inmueble y llegan a sus oídos como un bramido ahogado. Afianza los pies en la cornisa del 5º piso del edificio colindante al teatro. Necesita recuperar el aliento.
Fritz y Annie se habían conocido hacía poco más de un año. Ella provenía de una estirpe de renombre en el ámbito operístico, siendo su madre una prestigiosa contralto, su difunto padre un afamado tenor y su padrastro, el señor Hoffman, un director de orquesta en auge; por lo que su futuro fue, desde niña, adiestrar sus aptitudes musicales hasta lograr hacerse un nombre en ese mundillo, llegando a ser una de las más cotizadas sopranos. Fritz tenía un talento innato, y en el hospicio donde se crio le procuraron una educación musical que le ayudó a convertirse en el joven barítono que se prendó de Annie.
Lo que la muchacha provocaba en Fritz era más una obsesión que un enamoramiento. Él nunca había estado con una mujer, y Annie le tenía sometido a sus deseos sin apenas esfuerzo. Bajo su apariencia quebradiza y delicada, la joven intérprete guardaba diversos demonios que cada vez eran más evidentes. Las expectativas de su familia, los proyectos frustrados, la temprana muerte de su padre y la presión de los medios a lo largo de su vida sólo habían contribuido a impulsar su naturaleza soberbia y agresiva dentro de su alma desequilibrada. Ya ni si quiera los antipsicóticos lograban contener los accesos de ira que culminaban con mascotas desmembradas o automutilaciones. Su propia madre la temía, ya que se sabía diana de un odio profundo y visceral: por alguna razón, su hija la culpaba de la muerte de su padre y no le perdonaba que hubiera rehecho su vida.
Pero Fritz la adoraba, y nada de todo aquello parecía importarle con tal de estar a su lado.
Una súbita racha de viento hace que se tambalee. Se aferra a la piedra y siente un fuerte dolor. Mira sus manos y descubre los dedos parcialmente despellejados, las palmas agrietadas e incrustadas de arenisca. No obstante, toda aquella sangre no puede venir sólo de sus manos.
El panorama musical se revolucionó cuando anunciaron el lanzamiento de una ópera interpretada por la virtuosa familia. Hoffman dirigiría a madre e hija como protagonistas de Elektra. Annie tardó días en confirmar su participación, haciendo obligatorio que contratasen a su amante para el papel de Orestes, condición que su padrastro aceptó sin problema, bien por convicción propia, bien por temor a su reacción. Durante las semanas previas al estreno, la pareja no participó de los ensayos con los coros ni con los demás intérpretes, y sólo un par de días antes de inaugurar la pieza aparecieron en el teatro para reconocer el entorno y hacer la prueba de vestuario. La preocupación del director era evidente, pero ni siquiera trató de convencer a la muchacha de que asistiera al preestreno, que se llevó a cabo con los que debían ser las voces suplentes.
El refinado atuendo se pega a su cuerpo. El aire va secando la sangre y el sudor que empapan el traje, haciendo que cada paso sea más incómodo que el anterior, por lo que decide parar. Respira profundamente y un hedor nauseabundo llena sus pulmones, provocándole arcadas. ¿Cómo ha llegado hasta ahí?
El prólogo instrumental de Agamenón silenció una sala abarrotada y en penumbras, y el coro realizó un trabajo exquisito en la primera escena. Hoffman respiró aliviado en cuanto escuchó las primeras notas en boca de Annie. Estaba resplandeciente. Sentía cada acorde y lo interpretaba con desgarro y pasión. Enclenque, ojerosa y desamparada, su menuda figura llenaba el escenario. Era una Elektra perfecta. Todo auguraba una velada inolvidable. El público se mostraba extasiado con el desarrollo de la obra. La disonancia de la música, del personaje, de Annie, era incomparable.
Llegado el momento en que la Reina entró en escena, la representación de la muchacha se volvió más realista. La mirada desorbitada y la descripción excesivamente detallada de cómo planeaba acabar con la vida del personaje logró estremecer a la audiencia, y provocó una expresión de verdadero pánico en su madre, a la que le costó volver a centrarse en la trama. Consternada, trató de retomar las palabras de su personaje y concluyó su actuación en ese acto anunciando la falsa muerte de su hijo. La desesperanza de Elektra se transformó en un arrebato de ira incontenible. Profirió un estridente aullido mientras rasgaba su propio cuello con sus uñas, provocándose dos racimos de arañazos desde la mandíbula hasta el pecho. Los asistentes de las primeras filas se llevaron las manos a la boca ahogando expresiones de desagrado mientras una enajenada y sangrante Annie se dirigía hacia el hacha. Toda la sala contuvo el aliento, pues la muchacha interpretaba con auténtica fogosidad, hasta que fue interrumpida por Fritz. Desempeñando el papel de su querido hermano, la escena del rencuentro y el amor fraternal conmovió a todos los presentes. Antes de que Orestes abandonara el escenario para vengar la muerte de su padre, la chica le tomó del brazo, reteniéndole, y le colocó en las manos el arma que serviría para ejecutar a la Reina y a su nuevo esposo. Entonó desgarradamente el silabeo de Agamenón mientras su amante desaparecía entre bastidores.
A través de las ventanas ve siluetas acercándose. También vislumbra su propia imagen. De pronto es consciente de todo lo ocurrido aquella noche, y los actos, sonidos, olores, inundan su cabeza. No puede contener las náuseas y vomita contra su propio reflejo. Es el fin. No desea seguir huyendo.
Los más diletantes de entre la concurrencia empezaron a murmurar y consultaron entre las sombras sus programas. La orquesta no dejó de tocar mientras Elektra permanecía en el centro del escenario. Iluminada por un foco de luz mortecina, realizó una danza grotesca y desacompasada, reflejo de su desequilibrio mental, que interrumpió bruscamente. Con ademanes exagerados, simuló prestar atención a lo que ocurría en el interior del decorado que representaba el palacio. Se escucharon una serie de golpes secos y continuados al tiempo que un coro de chillidos perturbadores y de auténtico terror se oyeron por encima de las cuerdas y trompetas, haciendo que la orquesta vacilase. Hoffman dudó un par de segundos, pero prosiguió dando instrucciones con su batuta a los perplejos músicos, dando por hecho que su esposa estaba contagiada por la exaltación interpretativa de su hija. Los gritos de varias personas parecían disgregarse tras el telón, pero los traquidos no cesaban y podían escucharse claramente los alaridos de la reina. Sobre la tarima, Annie bailoteaba sin parar, riéndose histéricamente, coreando exacerbada “¡¡golpea una vez más!!”. El fragor de la orquesta menguó en el momento crucial en que se pudo escuchar el estertor de la reina.
No salta, simplemente, se precipita al vacío.
Durante unos segundos el teatro se vio sumido en una quietud absoluta. Annie prorrumpió en carcajadas al ver que un espeso charco de sangre manaba entre los decorados. Hoffman, de espaldas, atendiendo los tempos y no a lo acontecido sobre el escenario, azuzó a los atónitos músicos, que no recordaban tales efectos durante los ensayos. Entró el marido de la reina y, pese a darle el pie a la soprano, esta no siguió el guion, sino que reanudó su baile frenético al tiempo que Orestes irrumpió en el escenario. El cantante que hacía las veces de Egisto se acercó a él, confundido. Fritz, desarrapado, cubierto de sangre y empuñando el hacha, ni si quiera aminoró el paso. Agarró su cabeza con ambas manos y torció bruscamente su cuello, haciendo que su barbilla sobrepasase su hombro con un crujido áspero y terrible. Cuando le soltó, el cuerpo se desplomó estrepitosamente sobre la tarima, aplastando su cabeza con el robusto tronco del actor. Las damas de las primeras filas comenzaron a chillar mientras intentaban desembarazarse de sus asientos. La muchacha se lanzó a los brazos de su enamorado, besándole con avidez, impregnándose de la sangre que le cubría. Se separó de él y volvió a entonar un ronco “golpea una vez más”. Fritz empuñó el hacha y se dirigió hacia el púlpito donde se ubicaba la orquesta.
Los espectadores se empujaban y tropezaban en los angostos pasillos del patio de butacas, cayendo unos sobre otros, pisándose en una estampida frenética. Entre el bullicio de sollozos, gritos y llamadas de auxilio, podía escucharse cómo los rostros de los menos afortunados eran machacados bajo tacones de aguja y mocasines, que desencajaban en su huida brazos y mandíbulas y reventaron los labios de decenas de personas. En la tribuna, los músicos luchaban y se agolpaban para abandonar el lugar lo antes posible al igual que el resto de la audiencia. Hoffman, presa del pánico, apenas conseguía mantenerse en pie entre los empellones que unos y otros se propinaban. Logró escabullirse entre las piernas de los miembros de la orquesta y se dirigió a la parte posterior del escenario con la esperanza de encontrar allí a su esposa.
Los escasos veinte metros que hay hasta el suelo son suficientes para fracturarle las extremidades. Su cara impacta con un golpe seco contra la acera. El cráneo reventado deja escapar los humores, y un reguero de sangre fluye hacia una alcantarilla cercana.
Hoffman resbaló y cayó de bruces sobre un cuerpo que yacía inerte en el suelo. Trató de incorporarse, pero estaba impregnado por un fluido viscoso. Le repugnó y retrocedió a gatas. Bajo la escasa luz pudo ver el cadáver sobre el que había aterrizado. Apenas podía reconocer el rostro de su mujer, la cara despedazada, el torso abierto con innumerables cortes, las entrañas desparramadas. Sintió accesos de náuseas, pero se interrumpió por un lacerante dolor que terminó pronto. Fritz había aparecido por detrás y seccionó la cabeza del director de orquesta con el hacha oxidada. Sus jadeos y el borboteo de la sangre de Hoffman se vieron acompañados por unas sirenas lejanas. Se dirigía al escenario en busca de Annie cuando escuchó al dispositivo policial entrando en la sala. Tenía que huir antes de que ellos llegasen a la puerta de atrás.
Varios coches patrulla rodean al cantante de ópera. Su último pensamiento antes de expirar es qué será de ella.
Al llegar, tras desembarazarse de los curiosos y las personas que desalojaban el lugar, el jefe de policía designó a un grupo de agentes para cubrir las salidas del teatro, otros encargados de acordonar los alrededores y media docena más para registrar el interior del edificio y detener a la pareja de presuntos asesinos. Irrumpieron en la sala y el espectáculo que encontraron era dantesco: gente herida que trataba de escapar a gatas entre los asientos, decenas de personas agonizando en el suelo alfombrado, un coro de lamentos y voces de angustia… Y allí, en el escenario, una histérica Annie bailaba descalza, chapoteando en la sangre que cubría la tarima, canturreando sin parar “golpea una vez más”.
Raquel Contreras |