2.
“La señora Matilde de Iranzo, supongo”- dije sobriamente nada más que pude ver claramente el octogenario y congestionado rostro de la anciana que abría el portón…
“Si, soy Matilde, el ama de llaves y usted será Bastian…Pase, pase…” -dijo ella con una vocecita aguda y chirriosa.
Recibido el permiso para entrar en el domicilio, ayudé caballerosamente a la anciana a empujar la pesada puerta y en un instante me encontré en un gran recibidor opulentamente decorado, casi barroco, con las paredes atestadas prácticamente en su totalidad de valiosos cuadros de lujosa y antigua marquetería, estatuas por doquier y varios expositores con trabajos de orfebrería fina, así como diversos escudos de armas con sus penachos, pertrechos y galardones.
Todo esto, y adivinando el resto de las estancias de igual modo, me llevó a suponer que el propietario de aquellas riquezas debiera ser algún noble caballero llevándome este pensamiento a una profunda extrañeza, ya que no tenia noticias de ningún linaje por las cercanías.
Aún así continué con la mirada impasible al frente ya que, como dije antes, una de mis características más notable en el ejercicio de mi servidumbre era el saber guardar la compostura en todo momento, ante cualquier circunstancia, sin mostrar nunca mis estados de animo…
¡Hasta que en mi siguiente y obligatoria inhalación de aire, un profundo olor pestilente invadió profusamente la generosa cavidad de mis fosas nasales!
Realmente me cogió por sorpresa aquel sobrecogedor y nauseabundo olor que flotaba en el aire; Un tufo tremendo y denso, rancio hasta la extenuación en matices que se adivinaban por debajo del principal y más fuerte a podredumbre, invadían casi tangiblemente la señorial estancia.
Me impresionó sumamente que un lugar rodeado de tan magna e ilustre decoración apestara tanto o más desagradable que la morgue más ponzoñosa que pudiera imaginar, así que no pude evitar pestañear varias veces seguidas en un puro gesto de desagrado, sin duda por la ofensa recibida en mi aguzado olfato;
Gesto sutil, pero que no pasó desapercibido para mi anciana anfitriona.
- Es inevitable que no haya advertido lo mal que huele la casa…-dijo a modo de excusa con tono trémulo- …Debería haberle avisado, claro… pero comprenderá que si le hubiese informado con anterioridad de este inconveniente probablemente no hubiera acudido a mi solicitud. Espero que en ningún modo se sienta engañado por esta circunstancia, ya que el Señorito insistió notablemente en que compareciera usted y solo usted…
- No Señora…-contesté sobriamente -. No es de mi incumbencia recriminar a que hiede la casa de un Señor. Pero sí me voy a tomar la libertad de preguntarle usted a que motivo es debida esta pestilencia, ya que por mi larga experiencia quizás pueda hacer algo para atenuar esta hediondez pútrida.
- Créame Bastián, que yo lo he intentado por activa y por pasiva, utilizando infinidad de productos ambientadores, detergentes, perfumes, flores e incluso inciensos. Pero todo es inútil. Sobre todo por el tratamiento delicado que hay que observar por el origen de esta ponzoña. Al final, la solución más simple ha resultado ser la más eficaz.
- No entiendo Señora…-dije mientras sacaba parsimoniosamente un blanco pañuelo del bolsillo de mi chaqueta, atusándolo con fingida indiferencia delante de mis narices para así intentar mitigar con disimulo el nefasto olor.
- ¡Tapones perfumados para la nariz, Bastián! –dijo el ama de llaves esbozando una sonrisa. Y levantó levemente la cabeza para que observara los dos pequeños cilindros que apenas asomaban de sus fosas nasales. De esta guisa, la anciana se asemejaba a un pequeña foca arrugada, circunstancia que me llevo a una carcajada, eso si, totalmente interna.
- Pero… - dije perplejo moderando el tono-… ¿Por qué no se ha podido resolver el origen de esta asquerosidad?...Quizás sea debida a un animal que buscó escondite en alguna estancia y murió allí. Pudo darse el caso…
- No, mi querido Bastian…-apuntó, esta vez con seriedad- ...Porque el origen de esta pestilencia es el propio Señorito…
Me recompuse rápidamente como es habitual en mí, me recoloqué la levita y sin mostrar un ápice de sorpresa – ¡aunque en mi fuero interno estaba más confundido que un gato encerrado en un garaje! - miré interrogativamente a la pequeña anciana.
Ella continuó:
- Se preguntará como una persona humana apesta de semejante modo.
Debo decirle, amigo mío, que el pobre Señorito padece desde hace mucho tiempo una enfermedad incurable, que le provee incansablemente de heridas, pústulas y ulceras por todo su maltrecho cuerpo… y de ahí procede esta pestilencia que envuelve todo el edificio. Mire, tengo unos tapones para usted, no se preocupe que son nuevos. Póngaselos y verá como le alivian. Huelen deliciosamente a limón…
Y subamos sin más dilación a presentarle al Señorito, que habrá oído la campanilla y estará arriba en su habitación impaciente por recibirlo… Como sabrá, es un famoso escritor… - continuó a modo de cotilleo. Y dándose la vuelta se encaminó con diminutos pasos hacia la escalera principal.
Guardé mi pañuelo y obvié el comentario educadamente por mi desconocimiento absoluto sobre aquel Señor. Me puse a toda velocidad los dichosos taponcillos que al principio me resultaron bastante incómodos; Pero el intenso aroma a lima que desprendían disimulaba en gran parte el olor pútrido y hacía verdaderamente llevadero el sacrificio molesto de usarlos.
- Entonces… - pregunté siguiendo con mis pesquisas -¿El Señorito sufre presupongo algún tipo de gangrena?
- O algo parecido…No se sabe. Los médicos no supieron diagnosticarle.
Pero lo cierto es que esa misteriosa enfermedad le produce tan terribles heridas que muchas veces ha sido necesario que yo misma lo atendiera, desinfectando, limpiando e incluso restañando fluidos de su cuerpo. Él se lo explicará todo de mejor manera. Yo estoy mayor y hay algunas cosas que ya no entiendo;
Por fortuna, el Señorito posee un don de palabra prodigioso y le explicará profusamente. De ahí el éxito de sus novelas…Habla tal y como escribe y por eso sus obras le han llevado a adquirir una extensa fortuna a lo largo de los años.
Es maravilloso y de admirar que su enfermedad no haya malogrado su carácter tan benévolo...Yo, por mi edad, no puedo atenderle como es debido pero supongo que usted Bastián, con su experiencia, sabrá darle el trato que esta gran persona merece.
- Así que usted se marcha… ¿y quedaré yo solo al servicio y cuidado del Señorito?
- Siempre y cuando él le acepte – dijo el ama mientras acometía resoplando trabajosamente con el último peldaño de la majestuosa escalera- …Cosa que creo muy probable, porque fue él mismo quien me dio su nombre y así le localicé a usted; Por lo visto su excelente fama le precede querido Bastián…
Por un momento pensé que yo no había aceptado aún a aquel Señor, que habríase de contar con mi opinión al respecto si decidía o no prestar mis servicios en aquella casa; Pero dándome cuenta de que estaba pecando de soberbia, en contraposición a mi severa educación en servidumbre, me retracté de aquellos pensamientos y reforcé mi positivismo diciéndome que no sería de buen cristiano rechazar este servicio con la excusa de la enfermedad de mi Señor…
Y.. ¡que demonios! Servir a un famoso escritor de éxito y por ende extremadamente rico, atendiendo las peticiones de convaleciente en sus últimos días, sería un trabajo cómodo y al mismo tiempo un gran broche con el que rubricar mi extenso currículo, quedándome así bien satisfecho de mi larga vida como excepcional servidor.
Así que, aún antes de haber pisado el ultimo escalón de la magnifica escalera y sin ni siquiera saber que se esperaba de mí, ya me consideraba el nuevo servidor y cuidador del Señorito, al parecer afamado y multimillonario escritor - ¡aunque horriblemente apestoso! - y muy posible enfermo de muerte.
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