La apañada.
Después de refunfuñar por un par de veces, Justa atinó a insertar el hilo dentro del ojo de la agüja. Desdobló un viejo pantalón tejano y se hizo con las tijeras que guardaba celosamente dentro de una caja de latón.
Atisbó la leña que ardía en la chimenea y se cercioró de que la chispa que había caído en el suelo, no fuese a prender la desvencijada silla de madera que le hacía las veces de perchero y posadera.
Escrutó con sabiduría el tejido y se incrustó un dedal a presión en el dedo anular. A su espalda, sonó con flema la respiración de Servando y el estruendo de un relámpago anunciando una tormenta de ocasión.
-¿Qué haces, mujer?-preguntó Servando tras ponerse en pie con fatiga.
-Remendando estos vaqueros de Manuel, que de tanto ajetreo con el tractor, se le ha desgarrado un poco la pernera.
-¿Otra vez?-preguntó Servando para toser-. Hay que ver, Justa. Déjalo ya. ¿No ves que el chico no se pone nada de lo que le arreglas? Déjate de tanto remiendo y cómprale unos nuevos, que para eso están los cuartos.
-No piensas más que en gastar, Servando. Desde que heredaste los ahorros de tu padre, te has convertido en un manirrota. Y si que se pone la ropa que le apaño, porque cuando viene a casa de vacaciones, no se trae ni la maleta. ¿Y eso por qué? Porque sabe que en lugar de tirar toda la ropa que se dejó, su madre se la arregla cuántas veces haga falta. Así que no me digas que no se la pone porque no es verdad.
-Claro, porque no sale del pueblo y aquí la percha es otra cosa-arrojó un tronco de leña al fuego-. En la ciudad es distinto. Y más siendo maestro, que debe de vestir con cierta categoría.
-No digas tonterías, anda. Los maestros también usan vaqueros. ¿O vas a decirme que no?
Servando se sentó junto a su esposa y sacudió la cabeza en señal de desaprobación.
-¿Pero no ves que están raídos, mujer? ¡Más parece que se lo hayan comido los ratones!-hizo una pausa, meditó su pregunta y se arrancó- ¿Quieres saber una cosa?
-Si.
-La última vez que vino a casa, me dijo que se pone toda esa ropa que le arreglas por no hacerte un feo, pero que con cuarenta y tres años que tiene, deberías dejar de intentar controlarle. Está harto de los remiendos, Justa. Cuando era pequeño, pase, pero hace años que el chico pegó el estirón.
Justa se quedó pensativa y arrugó los labios.
-¿Eso te dijo?
-Por mi santa madre que yace bajo tierra.
Reflexionó la mujer durante un tanto, miró a su esposo con cierta tristeza y carraspeó.
-¿Pues sabes lo que te digo, Servando? Que tienes razón. Se acabaron los remiendos.
-Pues claro, mujer.
Justa sonrió.
-Este hijo nuestro, cada día más fino, Servando-se hizo con las tijeras-En lugar de remendárselos, se los voy a cortar para que se los ponga cuando vayáis al río. Y haré lo mismo con todos los que guardo en el armario. ¡Total, como sólo se los pone cuando viene al pueblo en verano!
Servando torció el gesto, tosió para frenar su reproche y puso en pie sus articulaciones doloridas.
-Haz lo que quieras, Justa.
-Eso mismo haré.
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