Londres, 1812.
1.
Aunque por supuesto ya nunca concedo entrevistas, si hubiera de explicar a alguna audiencia como escribo no habría definición más acertada para catalogarlo que decir que de libre estilo: A vuelapluma.
Como así lo hicieron todos y cada uno de mis parientes.
Particularmente, encararme frente al insípido folio blanco no me amedrenta ni pizca ¡Más al contrario! Me inspira y motiva en mi fuero interno ya que cualquier cuartilla virgen no es para mí más que un caudaloso afluente donde mis personajes nacen, se recrean y cobran una soberbia vida donde les acontecen las aventuras más inimaginables soñadas por el hombre. En estos burdos papeles sin embargo viven sus existencias a veces precarias, otras fabulosas, tal vez gloriosas o heroicas, pero siempre obtienen de ellas hasta la última gota del jugo de mi ágil pluma derramándose al final con todo, como si fuera mi tinta su propia sangre cada vez que uno de ellos ha de morir.
Quizás con estos personajes visualizo todas aquellas vivencias que no viví o que me hubiera gustado hacerlo; O por el contrario muchos de ellos son parte autentica y veraz de mi vida, de mis experiencias, y por esa razón poseo la capacidad de relatar cientos de historias con tanta pasión y veracidad.
Pero, ciertamente, ya no lo sé.
La línea que separaba la realidad de mi ficción se tornó, con los años y las circunstancias adversas, demasiado tenue.
Aún así, incansablemente escribo una obra tras otra.
Pero en cambio, publicar tal cantidad de libros al contrario que la prestancia en su proceso de creación, me supone un castigo más que un premio ya que, de todos es sabido, que una vez redactado el manuscrito se emplean incontables horas en las correcciones de estilo y semántica, semanas hasta la maquetación definitiva por parte del editor con sus consiguientes reuniones para determinar formatos, caligrafías, grabados, lomos y cubiertas. Cada una de estas actuaciones me resta un tiempo precioso para poder comenzar con la siguiente obra que durante este tedioso proceso se agolpa en mis sienes con la necesidad imperiosa de ser escrita, de ser vivida en su impoluto espacio blanco y rectangular donde nacerá e indiscutiblemente permanecerá, abarcando más allá de donde alcance mi memoria.
Por estas explicaciones que estoy dando comprenderán de inmediato que mi pasión por las letras es mi vida entera y les quedará de este modo patente mi desesperación, al conocer la noticia sobre mi salud que un ingrato día por boca de mi doctor tuve el infortunio de escuchar:
“Señor J…, siento decirle que su enfermedad es incluso más que incurable; De hecho, la ciencia desde los tiempos de Hipócrates nunca ha referenciado un mal tan singular como el que usted padece. Me temo Señor que no puedo advertirle ni del tiempo que continuará entre nosotros, ya que la medicina moderna no posee una explicación satisfactoria para determinar el transito de su sufrimiento, ni sabemos el modo fue contraída, si será heredada o en que evolucionará.
Le recomiendo que, por el bienestar de sus allegados solucione cuanto antes sus cosas, su testamento, ya que ante la posibilidad inminente de su defunción, sus bienes, como sabrá en caso de no estar reglados, pasarán en su totalidad a la administración cosa que se convertirá en un serio inconveniente para sus familiares dada la cuantía de su fortuna. Solo me queda aconsejarle templanza y serenidad y que de paso, ajuste sus cuentas también con Dios…”
¿Con Dios…? - Pensé extrañado.
Nunca Dios redacto ni media línea por mí, ni apareció mínimamente en las venturas ni desventuras, ni solucionó los problemas que yo hube de resolver…
Y ahora, que al parecer se me muestra, no es más que para propiciarme esta bárbara tortura… ¡Y quedan tantas historias por plasmar!
Si he de ajustar cuentas lo haré como siempre me he manejado:
Dando la cara y en persona, solo y cuando indispensablemente corresponda.
Toda esta respuesta discurrió solo en mi pensamiento y me limité a mirar por última vez fijamente a los ojos de aquel médico, alzarme digna y pausadamente - a pesar del temblor de mis piernas - y marcharme sin ni siquiera despedirme, mientras que en mi interior las tripas me convergían en un vertiginoso torbellino y en mi mente revoloteaban como mariposas alocadas cientos de asuntos aún por solventar.
Madrid, 2014.
Me llamo Bastián, simplemente Bastián para todos aquellos señores que serví entre los que se encuentran el Maharajá Rabindranath, señor de la India, los hijos descendientes del linaje de los duques de Lord Marlborough en Inglaterra y Norteamérica, algunos miembros del linaje del Duque de Toulouse en Francia y hasta su fallecimiento, en casa del señor Conde del Alcazar de Toledo en Madrid, España, que es donde resido en la actualidad, disfrutando de mi merecida y bien retribuida jubilación y gozando además de una estupenda salud.
Pero para relatar correctamente mi historia y maximizar su comprensión debo comenzar puntualizando primeramente sobre mi mismo.
Diré que mi nacimiento, extraño en sus circunstancias, se contrapone enormemente a las variopintas y felices vivencias que en mi dilatada vida tuve la suerte de experimentar.
Si bien mi esmerada educación tuvo su origen en la localidad de Newcastle, al nordeste de mi Inglaterra natal, cuna de la servidumbre del más rancio abolengo, no se debió precisamente a la preocupación paternal de mis progenitores, sino más bien a mi vehemente y entusiasta sed de conocimientos. En 1971 a la edad de 19 años comencé a trotar incansablemente por el mundo movido por una inmensa curiosidad - aunque también transportado en brazos del hambre - dotándome esta actitud mía de una apertura de miras y templanza para cualquier tipo de situación imaginable, y quizás por lo mismo, posicionándome de este modo correctamente ante todas aquellas aventuras que durante mi ajetreada juventud mi impulsividad me llevó a experimentar.
Este espíritu aventurero, que fue el que me motivó desde mi infancia, supongo que lo adquirí de entre todos aquellos orfanatos que tuve la desgracia de frecuentar durante aquellos mis primeros años, e imagino que a falta de progenitores que me moderasen, mi carácter campó libre y salvaje hasta que descubrí, con los años, la tranquilidad espiritual y la templanza en el orden y el servicio subordinado hacia los demás.
Y por esa misma templanza e impasibilidad adquirida durante tantos años, el extraño requerimiento telefónico de la señora Matilde de Iranzo en mi lugar de descanso no me llevó a más que al sutil arqueamiento apenas perceptible de una de mis pobladas cejas.
A pesar de mi insistencia en la conversación que mantuvimos, en la que vehementemente le expliqué a aquella pertinaz la circunstancia jubilosa de mi retiro, decidí –más bien movido por mi innata curiosidad- aceptar la proposición de acudir al domicilio que me indicaba, con la promesa de un grande emolumento en contraprestación de una servidumbre más bien poco habitual y en términos aún desconocida, ya que la señora insistió en relatarme en persona y no telefónicamente los pormenores de las características de mi servicio a un importante caballero, al que ella misma también servía.
Y como no podía ser de otro modo, acudí puntualmente el día y la hora indicados al domicilio del que pudiera ser mi futuro señor, quedando gratamente sorprendido por la magnificencia de la finca que se encontraba en plena campiña, a escasos kilómetros de Madrid.
El edificio presentaba gran elegancia y estilo y me recordó agradablemente a otras ubicaciones en las que ya había servido garantizándome inmediatamente, tanto los espesos jardines como la arboleda boscosa y silente de los alrededores, la tranquilidad merecida de un servicio reposado y alejado de los tan inconvenientes ruidos y ajetreos de la urbe.
Mi paciencia, tras tañer la labrada campanilla colgada de la puerta principal duro apenas unos segundos y la fenomenal puerta se abrió, no sin gran esfuerzo por parte de la anciana dama que estaba en el interior.
Al parecer, ya estaba esperándome.
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