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Daños colaterales

Parecía un simple collar el que sostenía aquel adolescente en su mano. Eran las 19:00 y en el tren atestado de pasajeros se cumplía con su recorrido habitual.

Al joven de tez aceitunada, cabellos negros e incipiente barba nada parecía inmutarlo, solo se aferraba a sus cuentas de aquel Masbaha que supe reconocer en una corta estadía en Estambul.

A su alrededor, otros pasajeros cumplían con el ritual pagano de los auriculares de sus celulares pendiendo de sus oídos y sus pulgares danzando sobre sus pantallas.

Más allá el alboroto de unos voceadores de ofertas confirmaban un paisaje habitual, salvo, claro está, la presencia del musulmán. No suelo tener un fino sentido de la orientación, aunque en este caso hice un esfuerzo mental y confirmé que el joven dirigía sus rezos hacia el este. De su cuello pendía una mochila de regular tamaño que cubría su abdomen.

Mientras observaba minuciosamente la escena me cruce con la vista de una mujer que compartía mi curiosidad, aunque con un rostro desfigurado por la situación. Fue en ese instante en que comencé a inquietarme por el hasta entonces pintoresco retrato de la diversidad cultural.

Alcé las cejas hacia la mujer que entendió mis ademanes y empezó a gritar.

¡No quiero morir!.

Señalaba al joven que no podía salir de su asombro, mientras un aluvión humano pugnaba por alejarse de la zona en un vano intento de escapar del momento.

Me quedé paralizado, contemplando una dantesca escena de apretujones de gente desaforada que buscaba un refugio.

A los pocos minutos me encontraba solo, cara a cara con el oriental, mientras el tren osaba detenerse en la estación.

En el andén cientos de policías pertrechados como para la guerra apuntaban sus armas al desdichado joven. En un acto reflejo me interpuse entre las armas y el musulmán simulando ser su rehén, casi como en un sueño quería despertarme y no podía.

Los ferroviarios logrados desprender el vagón del resto del convoy dejándonos aislados: un extraño al que nunca había conocido que me aferraba aterrorizado buscando mi ayuda y comprensión.

-¡Yo tampoco quiero morir!- rompió el silencio

Con el resto del pasaje a salvo, solo nos esperaba lo peor, era cuestión de minutos. Un diminuto láser pintó su frente, y un ligero hilo bermellón descendió por su rostro. Quedé inmóvil mientras mi ocasional compañero se desplomaba a mi lado.

Otro haz de luz se depositó en mi pecho, daños colaterales dirán los burócratas.

OTREBLA

Texto agregado el 07-09-2014, y leído por 166 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
08-09-2014 Interesante. PiaYacuna
07-09-2014 Xenofobia. Rentass
07-09-2014 Me resulta familiar.Parece un caso de "Falso positivo".UN ABRAZO. gafer
 
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