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En la plaza el ajetreo habitual de palmas y taconazos, en el aire una entonación sagrada. Las mujeres caminan por las calles, unas con morrales, otras con dulce mirada, otras airosas, otras con negra falda y reboso cruzado; con una dulzura en los ojos negros, violines que son caricias, guitarrón y mariachi en el andar pausado, chiflidos en la piel morena y en las boca de grana, guitarras. Se va juntando un gentío en la plaza, pero no hay sonidos; no hay más que el vientecillo manso y un ruido de maderas huecas, de cuerdas pulsadas brevemente. Después hay un corto arrastrar de sillas, un aclarar de gargantas nerviosas. Espera. Un hombre de corbata sube a un estrado, las miradas se amontonan en el hombre y se hace el silencio.

—Querido pueblo de… —parece que el hombre ha dicho eso, pero sólo llega a los oídos la dulce nota de una flauta solitaria, llega bella y clara a romper el silencio, con larga melancolía. La gente en la plaza sale como de un letargo y escucha con atención lo que ha nacido de los labios del hombre, esa nota inesperada, esa indecible dulzura que no es propia de la voz de un presidente municipal.

—Me permito… —y les parece que ha dicho eso antes de llegarles un revoloteo de sentimientos hermosos, de notas deliciosas que son como agua clara. La flauta bellísima que sale de los labios del hombre ha enamorado instantáneamente al auditorio de la plaza; hombres y niños, mujeres y ancianos. La gente sale fascinada de la catedral, las amas de casa con sus delantales y la masa en las manos asoman por los balcones en los altos pisos, los niños se asoman tímidos por los marcos de las puertas y las ventanas como escondiendo sus caritas de alguna magia extraña, y otros dejan caer sus libros y cierran sus ojitos para escuchar. Los barrenderos dejaron sus escobas, las señoras dejaron las tortillas quemándose en sus puestos. El dictador principió a hinchar su pecho con más violencia y a agitar su gran papada, y su semblante ingurgitado y enrojecido asustaba a los más pequeños, pero sólo salía la más esquiva melodía, la música del más íntimo gozo de su mundana boca.

Alguien más habla… es un gordo que está detrás del alcalde y le coquetea a la señorita de al lado con una voz infantil de clarinete, completando con sus palabras, por una feliz coincidencia, una bella frase musical de la flauta solitaria.

Las notas, como ínfimos copos de nieve, caían en el corazón de uno sentado por aquí, de otra recargada por allá; dejando un sentimiento de contemplación pacífica, del reflejo de una luna azul en un lago quieto, de un río que lleva acordes o luz en vez de agua, de la mirada de un santo cuyo silencio amoroso vibra más en el aire que en el pecho.

La misteriosa flauta seguía cantando su monólogo a la gente de la cabecera municipal. El presidente alzaba las manos, gesticulaba, y cada movimiento era un cambio en la partitura. Parecía que el aire hubiera dejado de colarse entre los árboles y los pájaros hubieran detenido su jugueteo para ir a escuchar, inmutables a los exagerados ademanes del regidor, quien subía y subía de tono sus palabras hasta parecer que estallaba de rabia.

En ese momento un joven del público detuvo la música, se puso de pie y se enfrentó con el dictador alzando su mirada llena de valentía. Era el joven maestro, Syme, siempre listo para criticar al gobierno. La cara del presidente se hizo tan larga cuando lo miró, que pudo haber tocado el podio. El maestro, con honor, dio un paso al frente.

—Señor alcalde… —resonaron las notas como un eco hecho casi de silencio. La gente detrás murmuraba nerviosa y se asomaban en el aire flautillas cortas y alegres, en toques dulces y juguetones.

Como el joven siguiera hablando nació en la plaza la voz ronca y fantástica de un oboe, un soplido triste y hondo, una nota como la voz de un ser mágico; una nota que sonó como un lamento inefable que viniera del corazón de todos los misterios, de la noche profunda que hay en el centro del universo. La cara del alcalde retomó su horrible furia.

—¡Yo no permito…! —entonó el alcalde y el oboe y la flauta se unieron en la melodía más hermosa del mundo, en un santo romance de almas gemelas; formando aquí y allá un acorde, siguiendo uno al otro en ágiles escalas de armonías cambiantes, dándole sentido el uno a la otra y la otra al uno; formando en su idilio acordes ya llanos, ya ocultos, ya gozosos, ¡ya gloriosos! Gritaba uno y respondía inmutable el otro, con los ojos llenos de vida. Y el alcalde insultaba y maldecía y hacían los dos instrumentos acordes bellísimos, inefables, incomprensibles, inimaginables; dos líneas guardando incontables colores, despertando sentimientos nunca sentidos en los arcanos orígenes de las almas de la concurrencia. Misterio y música irresistibles.

Y se alzó el volumen, y los disidentes se levantaron con violencia, y las sillas empujadas fueron un dorado golpe de orquesta. Parecía que el ritmo fuera a alzarse, los chelos hacían retumbar el pecho a cada paso amenazador de la turba formada. El resto del público se miró entre sí, nervioso, y las palabras musitadas aquí y allá sonaban tímidas y breves hasta que se liaron en cien violines dóciles, dulces, en un solo acorde con el que jugaban la flauta y el oboe. Y una le daba un color al ensamble de cuerdas, y el otro jugaba a diluirse en el corazón del acorde y luego salir y orbitarlo de tal manera que se formaban matices más dulces, más trágicos, bellos, ominosos; y luego dulces de alguna manera nueva y más extraña, hasta que juntos seducían a cambiar a las cuerdas de la nerviosa concurrencia, a fuerza de no volverse irreconocibles entre las ágiles evoluciones.

Los disidentes comenzaban a cercar la entrada de la presidencia municipal y el alcalde retrocedía paso a paso hasta no escucharse ya la bella flauta y quedar la sinfonía llena trompetas, cuernos y tubas con su brillo de acero vibrante; llena de furia enardecida. Y la turba crecía y se acercaba, y los pasos eran ahora la voz sonora de cien contrabajos rugiendo, quebrando el silencio; los silencios. Los gritos de las mujeres eran fuertes notas altisonantes, como relámpagos cayendo sobre las cabezas de la multitud agitada. El alcalde sudaba nervioso, crispaba los dientes y retrocedía sin dejar de maldecir bellas progresiones; volando con el oboe, coloreando las nubes de rosa, dorado, morado y verde. Pero el cielo se oscurecía, la música perdía todo color, toda luz de dulzura.

De pronto cien timbales retumbaron en un solo golpe que paralizó el pecho de todo el pueblo. Los contrabajos vacilaron. Silencio, miradas confundidas. Los acordes callaron. Era la policía que pisaba la calle con sus botas y escudos y avanzaba marchando.

Pero los corazones recuperaban el paso y los rebeldes volvieron a latir con furia. Y se terminó el silencio. El primer golpe calló en la panza de un hombre muy gordo, resonando como un tamborazo estruendoso por varias cuadras. Inmediatamente se revolvió la sinfonía. Se confundieron las cuerdas, se hicieron disonantes los metales, se fundieron la flauta y el oboe. Y allá en el fondo el abuelo Celaya, el barrendero, alzaba sus brazos parado en una silla, suplicando con la mirada, despeinado por la energía de sus movimientos, “deténganse por el amor…” parecía que decía como queriendo calmar a las bestias y frenar la carrera de las mujeres, con la escoba en su mano derecha, marcando con precisión y enjundia los cuatro tiempos del compás.

A los pocos minutos acabó el disturbio. Los rebeldes fueron detenidos. El alcalde, con sangre en la cara, era atendido por jóvenes de mirada afable en el interior de una ambulancia. Las madres se habían llevado a los niños, y podía verse en las esquinas y cerca del foro anochecido, alguno que otro viejo hablando despacio, finalizando la sinfonía con bellas notas, desvaneciéndose en el silencio.

Texto agregado el 05-09-2014, y leído por 64 visitantes. (0 votos)


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