Este cuento se lo dedico a Carlitos, el hijo de nuestra amada Elida (Yosoyasi2)
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Roberto, un niño de ocho años, llegó a su clase y comenzó a chuparse los molares. El niño se mantuvo en esa postura durante varias horas hasta que la maestra, intrigada, le preguntó.
- Roberto, hijo, ¿Por qué te chupas tanto los dientes?
- Porque saben a dulce.
- ¿Cómo así?
- Pues sí. Los chupo y siento un sabor dulce en las muelas.
- ¿No será que te quedó algún rastro de hilo dental entre los dientes?
- Umm Umm - dijo negando con la cabeza y agregó.
- ¡Ni sé qué es eso!
- ¡Para de chuparte los dientes, por favor!
- ¡Pero es que saben ricos, maestra!
La maestra decidió poner fin a la conversación.
Al día siguiente cuando la educadora entró al aula, observó que alrededor de Roberto había varios niños succionándose los dientes y a medida que lo hacían, se agregaban otros alumnos. Uno de los pequeños exclamó.
- Pero… A mí no me saben a nada.
- ¡Ni a mí! - ripostó otro.
- ¡Pues, a mí, sí! - dijo Roberto mientras tragaba lo que chupaba.
La docente, ya un poco asustada, dirigiéndose a Roberto, preguntó.
- Roberto, explícame. ¿Qué es lo que sientes?
- ¡Simple, seño! Me chupo las muelas, y sale el sabor que quiero: chocolate, mango, albaricoque, fresa…
- ¿Y de menta también? - pregunto un niño, asombrado.
- ¡Y de menta también! - respondió Roberto, con seguridad.
- Ahora, precisamente, tengo en la boca un caramelo de menta - agregó sin parar de chuparse los dientes y de tragar.
La maestra un tanto crispada preguntó con un dejo de ironía.
- ¿No será que te están creciendo matitas de dulces en los dientes?
- Ummm. Ummmm - dijo Roberto en señal de negación - Todo sale de las muelas. ¡Mire!
- ¡No veo nada! - respondió la maestra.
Luego, observándolo pensativa, preguntó con el mismo tono irónico de antes.
- ¿Cómo haces para cambiar los sabores?
Roberto, muy alegre, respondió.
- Sólo pienso en lo que deseo saborear e instantáneamente sale el caramelo del sabor que quiero.
Los niños, fascinados, preguntaron.
- ¿Puedes darnos unos a nosotros?
- Ummm. Ummmm - negó nuevamente Roberto – los maestros nos han enseñado ¡que la saliva es contaminante!
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