Te creo sólo porque quiero creerte. Miro tus ojos límpidos en los cuales espejea tu alma y aunque se dice que eres una embustera, capto la verdad flotando en esos hermosos acuarios de líquido cristalino que son tus ojos y me regocijo con tus palabras que, según dicen algunos, son simples emanaciones que se escapan sin sentido para morir en los oídos de los que todo escuchan y nada comprenden. Contemplo los códigos de tu cuerpo, espiga cimbreante sacudida por el énfasis de tu gestualidad desatada, escucho esa risa clara que como catarata se desliza por mi piel esclava y te sé sincera aunque todos comenten que mientes con descaro, que no tienes alma y que buscas en todo instante al que harás tu víctima, al que sacudirás con tus excesos y falsedades. No importa, te creo, digas lo que digas y de la forma en que lo digas, te creo. Te contemplo frente a mí, segura, dibujada con trazo firme sobre el paisaje que te rodea, escucho tu voz azucarada que como néctar divino viaja la cristalina distancia que nos separa para introducirse en mis oídos obsecuentes. Te creo, te creo y no pongo en duda tus aseveraciones, esas gentiles y doradas palabras que se depositan en mis sentidos y relampaguean e iluminan como diminutas luciérnagas mi obsesionado entendimiento. Te creo, digas lo que digas y hagas lo que hagas y eso sólo puedo explicarlo por ese magnetismo salvaje que emanas y que disfraza tus intrigas, tus inexactitudes y tus embustes. De todas las mentiras que me dices, me quedo con aquella que propalas con tu boquita de guinda arqueándose maliciosa mientras desde el fondo de tu lengua traviesa, emerge un profundo: te quiero, que degusto y lo asimilo como si fuese una medicina. Te creo, te creo todo, aunque sé que en realidad yo soy otro de tus desechables juguetes…