Arriba de todo, en lo más alto de la biblioteca estaba el “Ulices”, a punto de tirarse al vacío.
-¿Por qué te querés tirar? –le preguntó un ejemplar encuadernado con lujo de “La Celestina”.
-Porque tengo fama de difícil y soberbio. –contestó el “Ulices” con la voz trémula. –Y nadie me quiere leer. Ni Enrique, el más lector de la familia, el hijo menor de Don Carlos se atreve siquiera a hojearme.
-Pero vos no tenés que estar acongojado por semejante simpleza. Qué importa si nos leen o no. En todo caso los que se pierden de leernos son ellos. -terció un “Hamlet” antiguo y muy sabio.
Pero nada de lo que le dijeron sirvió para que el “Ulices” no consumase su plan suicida y termine con el lomo roto y sin vida sobre el piso parquet de la habitación.
Los demás libros, que eran más de trescientos presenciaron el horrible espectáculo hojiabiertos. Empezaron los murmullos de tantísimos libros que charlaban en voz baja con sus vecinos de estante o gritaban desesperados.
No lo podían creer, el “Ulices” era un gran libro, no podía morir de esa forma tan cruel y sin sentido.
Libros viejos, de ediciones anteriores, ya gastados, sentían que el ciclo de la vida no se había respetado y que a ellos les correspondía abandonar la biblioteca ya que sus hojas empezaban a deshacerse y a despegarse.
-¡Era tan joven! –decía una “Odisea” destartalada.
-Y que libro tan interesante y famoso. ¡Qué crimen! –contestó una “Divina comedia”, también muy baqueteada.
Pero sin preámbulos entró en la habitación Don Carlos, con un diario en la mano y su semblante de hombre enojado, que lo caracterizó siempre. Caminó hacia el escritorio y chocó con el libro apenas suicidado.
-¡Enrique! –llamó enfurecido. –¿Qué hace este libro en el piso? ¿Cuántas veces te dije que cuides mis libros?
Enrique apareció en la puerta.
-¿De qué libro me hablas? ¡Yo no estuve tocando ninguno!
-Entonces explicame qué hace este “Ulices” tirado en el piso y todo magullado.
-Papá te juro que no lo toqué, era un libro que a mí me asusta un poco, no me animo a leerlo.
-Habrá sido Juana, con el plumero.
Como el “Ulices” se había roto y Don Carlos tenía mucho dinero y poca paciencia, lo tiró al tacho de papeles y se retiró de la habitación con el mismo semblante con que había entrado. Los libros estaban tristes.
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