Éste es el canto en que te invoco, en la noche desnuda de saberlo todo demasiado claro. Ven, aún te espero. Olvido interminable que no acabas de cerrar la puerta tras tu paso, lento, obtuso y desgastado, prolongado hasta el enfado y el hastío más absolutos, más avasalladores.

Llega a mi, no demores nunca tanto como ahora. Que requiero pronto verte a los ojos, olvido retrasado, mudo, vacío. Me urge encontrarme contigo, y de pronto, después de habernos invadido el uno al otro, reaccionar como después de un largo sueño, en que mantenga imágenes difusas, y una sonrisa en el rostro, o acaso una gota resbale por mi mejilla, y otra por tu nariz...

No te olvides de los necios insomnes que te invocamos a deshoras, porque somos demasiados, y estás en deuda con nosotros. No dejes nuestras más lastimeras súplicas sin la atención de tu mirada, abrúmanos de pronto y sin tocar a la puerta, cuélate por debajo de una ventana que se haya quedado entreabierta, métete por debajo de una falda o a través de un par de labios. Perfora mis oídos y clava mis manos al concreto, ciega mis ojos cuando pases por aquí.

¡Oh! Maldito olvido, ¿por qué demoras tanto? Ya no recuerdo para qué te necesitaba... No puedo abrir estos párpados pesados como plomos, como si estuviera muerto y sobre mis ojos, un par de monedas pesen demasiado para intentarlo siquiera. Siento mojadas mis manos lastimeras, cansadas, duelen como si me las estuvieren arrancando. Ya no te escucho venir en mi busca, es demasiado tarde para todo esto.

Sólo te pido una última cosa cuando tengas a bien visitarnos: quema a mi musa, incéndiala de modo fulminante y definitivo, no dejes sino cenizas que vuelen libres tras tu paso. Porque aunque ya no recuerde su nombre, siento que en mis pies siguen las espinas, y las marcas de mi pecho, aún tienen olor a rosa.