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Inicio / Cuenteros Locales / Florenciam / De patos, órdenes y desórdenes a los ocho años

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Recuerdo que cuando tenía unos ocho años aproximadamente, salía del colegio acompañada de diferentes amigas, según la ocasión. No recuerdo con claridad, pero es probable que con algunas compartiera más tiempo durante el recreo y con otras durante los minutos previos a la salida, previos al instante del remezón provocado por el estruendo de la antigua campana que luego, con los años, reemplazarían por un timbre chillón. La campana marcó esa etapa de mi primaria en la que yo solía alterarme antes de cada recreo y de cada hora de salida, los nervios me estremecían. Era muy consciente de que en cualquier momento de esos últimos cinco minutos del día, agitarían la cuerda y su sonido metálico me sorprendería y me haría saltar. En cualquier momento, pero no era capaz de prever el segundo exacto y eso me desesperaba. Solía imaginar quién sería la persona encargada de tocarla a diario, desde dónde caminaría para hacerlo, quién le avisaría que había llegado el momento.

Pero el punto no es la campana. Resultó que uno de esos días, antes de que su sonido diera por concluido mi nerviosismo acalorado, sostenía en mi mano un lápiz. Me lo había prestado una amiga durante alguna de las clases y me urgía devolvérselo antes de perderle el rastro hasta el día siguiente. Me preocupaba conservar en buen estado los útiles que mis amigos me prestaban y por hacérselos llegar el mismo día en que yo los recibía; me inquietaba la idea de que, al llegar a sus casas y abrir sus cuadernos para hacer las tareas no encontraran en sus cartucheras precisamente ese lápiz o color que tanto necesitaban y que, quizás, sus mamás les habían comprado; podrían tener un valor emocional (los míos lo tenían). Luego, mientras cerraban los ojos con fuerza, recordarían mi cara y el momento exacto en el que me lo dieron y pensarían en cómo yo, en esos momentos, estaría gozando de su gran utilidad… o quizás sufriendo por haberme olvidado de devolverlo y no poder hacer nada hasta el día siguiente. Definitivamente, quería ahorrarles y ahorrarme ese terrible momento.

Pero el punto no es el préstamo. Al salir del salón, en esa oportunidad, no estaba acompañada de nadie ya que al darme cuenta de que mi prestamista había desaparecido de mi vista antes de lo esperado, abandoné el salón en su búsqueda. Trataba de divisar su cabeza, que ahora solo tiendo a imaginármela con una cola de caballo atada con una cinta rosada debido a un video –que aún conservo- de una de mis actuaciones con mis compañeros de salón de kinder, de cuando éramos incluso más pequeños, y en el cual mi prestamista aparecía con el cabello sujeto con esta cinta rosa acorde a su atuendo de equilibrista. Además de eso, trataba de reconocer una espalda cargando una mochila con forma cuadrada, ploma con azul, en donde aparecían dos patos blancos amigables con rasgos humanos. Recurrí a una caminata ligera, sin llegar a emprender una carrera porque siempre me habían dicho que no debía correr cuando llevaba tijeras o lápices en las manos. Eso me complicaba las cosas, pero ni modo, eran las consignas de mi vida a esa edad en la que me reconocía como un ser vulnerable; debía cuidarme de todo lo que supusiera una amenaza, un arma mortal, un lápiz. Cuando, por fin, di con la mochila cuadrada, me apresuré a darle el alcance. Llamé a mi amiga por su nombre y tras voltear y verme, se detuvo a esperarme. Cuando llegué, le dije, como quien anuncia que le ha salvado la vida a la otra persona, que tenía su lápiz y se lo mostré, a lo que ella solo respondió: “¡cierto! mételo en mi mochila, por favor” y se dio la vuelta dejando que los patos me miraran con sus ojos saltones. E inició mi cataclismo.

Su mochila tenía un cierre con dos deslizadores que, para mi buena suerte y a favor de mi salud mental, se encontraban uno junto al otro, impidiendo que una bocanada de aire se colara inesperadamente y enfriara los cuadernos. Los dos deslizadores se unían en la parte superior de la mochila, hacia el lado izquierdo, unos cuatro centímetros antes de que el cierre empezara a dirigirse hacia abajo, es decir, como si hubieran querido llegar a la esquina pero se hubieran rendido antes de alcanzarla…o como si la persona que lo cerró no hubiera reparado en ello. Estoy segura de que si le preguntaba a mi prestamista hacia qué lado estaban sus deslizadores, no sabría; posiblemente si le hubiera dicho que su mochila estaba abierta, solo me hubiera dicho “ciérrala, por favor”. Nada más. Qué fácil era todo. Bueno, decía que para mi buena suerte los deslizadores estaban, por lo menos uno junto al otro y convertían a la mochila en lo que yo llamo una mochila bien cerrada. Lo único que tenía que hacer para meter el lápiz era tomar cualquier deslizador y moverlo un poco hacia el lado de los dientes y luego depositar el lápiz, como si la mochila fuera un buzón, un ánfora de votación.

Desde hacía varios segundos me encontraba contrariada, preguntándome si de esa forma el lápiz llegaría a buen puerto, pero continué, no podía detenerme, no dependía de mí, no era mi lápiz, no era mi vida. Formé un pequeño agujero entre ambos deslizadores, y al introducir el lápiz me encargué de que el borrador del extremo superior sea el afortunado en conocer primero lo desconocido (como cuando crees que pasarás desapercibido antes los ojos del profesor, pero, luego de leer tus pensamientos, dice tu nombre y te elige como brigadier del aula) mientras que yo aún sujetaba la punta del carboncillo desde arriba ejerciendo cierta presión para que el lápiz pudiera ingresar mientras lo veía desaparecer. Cuando mis dedos tocaron el cierre, dejé que lo soltaran, y antes de que pudiera alejar mi mano de la mochila sentí el tremendo vacío en el que caía el pedazo de madera, tanto vacío que ni siquiera oí su caída. Era un espacio totalmente indefinido, desconocido, pero sin duda, un espacio cerrado y seguro para quien llevaba los patos. Me preguntaba si no se le rompería la punta o si tal vez anduviera pintarrajeando las paredes de la mochila, mientras la prestamista caminara inconsciente hasta llegar a su casa. Era como si no le importara el orden en el que situaba las cosas, mientras supiera que estaban ahí con ella, en una mochila cerrada. Ella haciéndose responsable de llevar consigo únicamente las cosas necesarias para determinados fines. No importaba el lápiz en el fondo de la mochila, o si los colores estuvieran desperdigados en diferentes bolsillos; cuando ella llegara a su casa, vería que todos sus útiles estaban ahí, en su casa. El único orden que importaba era el de los momentos del día en los que los veía. Después de todo, era un espacio cerrado y seguro. Cerrado y seguro.

La sensación de ligereza que me transmitió mi compañera me acompañó un buen tiempo. Con el transcurso de los días, mientras más pensaba y recordaba ese hecho, la sensación de incertidumbre respecto al lugar en el que se ubicaban ciertas cosas, combinada con la certeza de simplemente llevarlas conmigo, me fue siendo más y más familiar. Eso explicaría que más o menos a esa edad, cuando empecé a realizar “campamentos” en la sala de mi casa, vertiera en un bolso o maletín pequeño solo los recursos necesarios para mis minutos de estadía en la montaña lejana del mueble, sin ningún orden en particular, y mejor aún, en desorden. La muñeca podría ir al fondo, el libro sobre la muñeca, las galletas encima del libro, y la linterna…bueno, la linterna debía ir primero que todo, al fondo, por el tamaño.

Texto agregado el 01-09-2014, y leído por 58 visitantes. (0 votos)


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