Miró el Señor el campo de mi padre y exclamó: “Hay mucho fruto para cosechar, pero falta para que esté maduro”.
Y lo sometió a prueba.
Mi padre perdió lo que más atesoraba: su memoria, su cultura, su autonomía…y se hizo pobre a los ojos de Dios.
Mi padre dejó que lo aseáramos cada día y respondió siempre con una sonrisa…y se hizo manso ante los hombres.
Mi padre lloró en el dolor de su enfermedad (¿cómo puede doler tanto?)…y recibió el consuelo de nuestras lágrimas.
Al final el Señor miró de nuevo y dijo: ¡Está bien! Ya basta, el fruto está maduro. Cortó, recogió la cosecha, separó la paja de las semillas, llenó un gran saco con ellas.
Me acerqué y saqué tres granos hermosos, mis predilectos: alegría, generosidad y servicio. El servicio fue su impronta, lo heredó de sus padres, lo vivió en los trabajos que ejerció, que eran principalmente para el bienestar de los demás. La generosidad se daba a manos llenas, en su interés de encontrar el vínculo entre los que hallaba en su camino, pues entregaba con interés su tiempo para escuchar y comprender. Y su alegría…creo que el ingrediente principal fue su inigualable capacidad de asombro, porque hasta lo más pequeño e insignificante era para él motivo de entusiasmo y alegría.
Y como “nada es azar” se fue hacia otros campos apenas recibió la visita de su nieto Francisco Javier, con un claro mensaje de que las coincidencias no existen y que quería tenernos juntos antes de partir.
Desde su sendero nos miró al partir con sus celestes ojos, nos regaló una amplia sonrisa y caminó cantando hacia el horizonte.
Bienaventurado que eres, padre mío, nos veremos al atardecer. |