Extrajo de un bolsillo interior de su saco una hoja de cuaderno amarillenta con un párrafo manuscrito que apenas superaría la docena de renglones, que evidenciaban infantiles tachaduras y correcciones. La tomó con ambas manos como si se posicionara para una lectura que sus ojos le negaban. Respiró profundamente y mientras cerraba con vigor los párpados comenzó a recitarlo de memoria:
“ … No siempre las personas se alejan porque no desean verse más… Hay ocasiones en que sólo se puede decir adiós, salvar un recuerdo, cuya felicidad efímera se carga paradójicamente con la certeza de la perdurabilidad, que tan intensa y viva se sostendrá en nuestros sentidos por toda la vida. No se trata de un gesto acongojante que sino de una imagen plena navegando entre los desdibujados límites de la cordura, que en complicidad con distancia inapelable decidió borrar su presencia. Capaz del encuentro y la despedida al mismo tiempo encerrado en la perpetuidad de un suspiro cuya expresión inasible jamás podrá referirse en lo absoluto sin ser traicionada por la mezquindad de la palabra. Sé perfectamente que no existen los caminos sin retorno así como que las manos jamás terminan de soltarse por completo; y en esa sugestiva eternidad que el vaivén del péndulo traza suspendiendo nuestras almas, en voz muy baja, siempre escucharemos repetir el mismo nombre justamente por no haberlo hecho lo suficiente, esperando que esa invocación nos redima de tanta espera voluntaria”.
Sus últimas palabras susurraron el final. Esto..., lo escribí apenas dejé de ser un niño y puedo asegurarle que mi infancia pasó con vértigo. Fue quizá la oración que me ayudó a sostenerme dentro de un cosmos inaudito cuyo Dios parecía decidido a deshacer las todas las cosas.
Creo que el origen de este “garabato”, señaló con ternura, arrancó con mi primera pérdida luctuosa.
Volvió a cerrar los ojos y comenzó a recordar en voz alta detalladamente las circunstancias que lo indujeron a capturar con prolijidad tanto dolor:
“… En un extremo de la sala habíamos agrupado con lógica y angustia las únicas y pocas pertenecías que teníamos para cargar y deduzco con certeza, que las juntamos tan solo para justificar nuestra partida y nuestra desdicha. Admitiendo, por cierto, que si las hubiésemos dejado arrumbadas a nadie le habría sorprendido el hallazgo al dar con éstas. Pesaban tan solo desde lo emotivo ya que la propia levedad que las constituía radicaba específicamente en su esencia humilde, modesta; y cuya pérdida afectaría más al corazón que a las mismas necesidades físicas que dejarían de prestarnos.
A la muerte de mi padre le sobrevino lo peor: el desarraigo…, una bofetada en plena calle. Todo a partir desde entonces comenzó a inscribirse en una abrupta e inexplicable caminata rumbo al exilio, cuya pena sólo era posible sostenerla con el cuerpo en el que se iba tatuando día a día la figura de la orfandad. Creo, que mi madre y Yo, desde su desolación y mi ingenuidad, tendimos ambos al unísono las manos al cielo procurando asirnos de un acto piadoso, una gracia a tanta consternación, exponiéndonos indefensos e ilusionados al milagro que nunca llegaría y cuya respuesta sólo nos dejó un puñado de salitre escurriéndose entre los dedos como el tiempo palpable que se decanta en un reloj de arena.
Dejar la casa paterna no fue tan doloroso como el saber que otro llegaría a ocupar ese espacio, que la materia y el espíritu finalmente se fundirían en una contundente síntesis de despojo y abandono. Que a partir de nuestro éxodo se iniciarían nuevas historias cotidianas de las que ya no sería, ni seríamos parte. Que otros protagonistas entusiasmados dejarían sus huellas, esas mismas que Yo, ilusionado, creía indelebles. Nos vimos espejados sobre las aguas de las antiguas tragedias, esas que uno observaba desde la periferia del dolor, sin sospechar que también nos salpicaría, esa corriente que todo lo cubre y ejemplifica agobiando aún más a los desventurados para señalarles que siempre el lacerante fondo es desproporcionadamente mayor que las alturas que todo lo sanan.
Nada de lo que hiciéramos en adelante nos redimiría en absoluto de tamaña pérdida. Y el último gesto de mi madre sobre el féretro así lo determinó. Sus dedos escurrieron a lo largo del crucifijo toda su impotencia. Un hecho que escapaba a cualquier medición cronológica, toda su vida la hizo pasar rozando con las yemas sobre un símbolo cromado cuya lectura se simplificaba en el impactante silencio que rodea a la muerte. De la misma manera ejecuté mi propio y asfixiante ritual: antes de marcharme definitivamente recorrí de continuo con la palma abierta de mi mano cada una de las paredes de la casa sintiendo en la punta de mis dedos toda la impotencia de no poder aferrarme absolutamente a nada”.
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