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No es verdad que nos conozcamos desde siempre, nadie conoce a nadie y menos con la rotundidez que dan ciertos adverbios. Pero así se dice, ¿no? Alguien habla de que conoce a una persona desde siempre y entonces ya deducimos que han compartido algo más que un par de cines y un disco de Sabina. Ni a Irene ni a mí nos gusta Sabina pero sí, se podría decir, salvando literalidades, que nos conocemos desde siempre.

Este siempre particular andará camino de los veinte años, desde que nuestras infancias se cruzaron a principios de los 80. Era otoño. Tampoco esto ha de tomarse como ineludiblemente cierto, sólo que me gusta asociar a Irene con esa estación, el paso del verano al invierno, la mirada de Irene con un jirón de tristeza que se estrena o de una alegría que acaba, en el borde indefinido de todo lo que es tránsito y fugacidad. Quien no conoce (desde siempre) a Irene, suele sentir inquietud cuando se encuentra frente a frente con sus ojos grises y difusos. Hay que acostumbrase a esa mirada parecida (por buscar similitudes) a la de un ciego que, sin embargo, te ancla a ella, te envuelve en su misterio profundo de nieblas e interrogantes.

Ella misma me ha contado cómo, siendo apenas un bebé, sus padres estuvieron un tiempo llevándola de peregrinaje por cuanto oculista había en la comarca. No se resignaban a esa mirada extraña, convencidos de que su hija padecía de alguna especie de cataratas infantiles. Llegaron a concertar cita con un especialista en Madrid. Sólo a partir de aquella consulta, cuando a Irene se le hizo corta la sopa de letras en la pared y decidió leer sin error y a dos metros la etiqueta de un colirio, sus padres optaron por cambiar de estrategia: lo que no sabe la ciencia, lo saben las meigas. No iba a ser el demonio, se decían, pero un mal de ojo vete tú a saber.

En pocos meses, Irene deslució brillantemente la fama de infalibles de muchos curanderos y brujas. Llegó un punto en que, los que aún no habían visitado, se negaban a recibirlos cuando se enteraban de que la paciente era aquella niña de Carril con humo en los ojos. Los padres, al fin, claudicaron: le colgaron del cuello una medallita de Santa Lucía y la dejaron en paz.

Anécdotas de la antigua Irene, la niña Irene, la niña antigua de antes de nuestro siempre. Afuera, mientras, insiste el viento en su empeño por desgastar el día, con impetuosa paciencia, a dentelladas que lastiman los cristales y hacen gemir la madera. Así protesta el viento contra la indiferencia de los hombres, en particular y ahora la de esas dos personas que somos Irene y yo en la cabaña, entregados a la ceremonia de la cena íntima, Billie Holiday y un piano (tan discretos) esparciéndose en el aire, la vela, el vino, el viento huérfano en nuestro aislamiento de buscarnos y ofrecernos al canibalismo contenido que es amarse a una mesa y un mantel de distancia. Y mientras su mirada, el puerto del que salir para volver.

Siempre volver a Ítaca. Partir sobre el seguro curso de la nariz de Irene, pescar por el banco de lunares en su clavícula, descender Santa Lucía, acudir al canto de sirenas que palpita bajo la blusa y continuar viaje a lo largo de un brazo, hasta recalar en la mansedumbre de su mano que acaricia una copa ya vacía. Un segundo, una hora pero al final volviendo, regresando a Penélope en los ojos nebulosos de Irene que, con la seriedad del amor, sonríen.

Me pide que le sirva un poco más de vino y yo me hago el gracioso, sólo por poder disfrutar una vez más ese río que ríe, que adoro. Y otra vez Ítaca. Y otra vez partir y volver y volver a partir. Hasta que mi mano sobre su mano, mi boca junto a su boca y la luna calla al viento mientras el mundo se encoge en nuestros cuerpos.

Dime, Irene. Dime ahora que nos acompañamos tan a solas, ahora que la noche me protege del hipnotismo de tus nieblas, aquí en la cama, sin piano y sin Billie, dime: ¿eres feliz conmigo? No te burles, va en serio. ¿Lo eres? Claro, yo también a ti, pero no era esa la pregunta... Sí, supongo que es así, con un a veces tenemos que conformarnos todos, ¿no? Dame un beso. Otro. ¿Dormimos algo? Buenas noches, mi vida.

Despertarse con Irene aún yaciente, retrasada a la mañana, desarmada por sus párpados cerrados y disfrutar del instante de verla así, tan distinta y acurrucada, gatita ciega. Soplarle despacio en las pestañas, atento al instante en que los abanicos se abren y surgen sus dos mares oscilantes, borrascosos de sueño y de pereza. Paulatinamente, los iris se agrandan e Irene llega hasta mí atravesando la maraña, deshaciendo nubes. Más besos. Ninguna pregunta.

Nos despedimos del fin de semana con un desayuno sonriente y arrumacos tontos de enamorados. Subimos al coche y aprovechamos el trayecto a la ciudad para irnos vistiendo el traje de lo cotidiano. Dos atascos y cien cláxones después, la he dejado frente al despacho, observando cómo se alejaba para ser engullida por la gran boca acristalada del número 108 de Gran Vía, tan abogada ella con su portafolios y su traje de hilo, taconeando firme. Después de parar en el super a hacer la compra, me he venido a casa, he recogido el correo y me he tirado en el sofá tras desistir (un día más) de ponerme con la traducción del último libro de Getulio Oliveira.

A veces la mente trabaja de forma lógica, por eso no es extraño que el sueño se iniciase al compás del “Desafinado” de Jobim y De Moraes. Brasileando suave con la voz de João Gilberto me he encontrado en el Saudade, a media luz junto a Irene (en las otras mesas, parejas de maniquíes en el acto de enamorarse; en la pista de baile, roces paralizados de a dos). No sé cómo acabé dentro de sus ojos, pero sucedió: envuelto en las olas cambiantes, al otro lado, en medio del misterio que es Irene y el saxo de Stan Getz llegando amortiguado desde la otra realidad (¿irrealidad?). Allí estaban todas: la niña antigua, la adolescente, la universitaria, la abogada, la amante desnuda, la Penélope, la gatita ciega. Un puzzle de Irenes fragmentarias que yo intentaba completar. Pero no podía reunirlas a todas, aparecían y se esfumaban en la bruma, lloraban, reían, gozaban o callaban. Las notas de la bossa nova se apagaron en alguna parte allá afuera. Un silencio absoluto solidificó el aire a mi alrededor, tragándose en su sombra de gran cubo negro a todas las distintas Irenes y sus nieblas. Sin pausa, fantasmagórica, se perfiló al fondo la figura de una anciana. Asomaban de su ropa enlutada unas manos y una cara relucientemente pálidas, como esferas de relojes. Se aproximó muy despacio, deslizándose a unos centímetros del suelo, los ojos cerrados y los puños apretados contra el pecho. Cuando se detuvo a un metro de distancia, pude entonces reconocer en aquel rostro los rasgos de Irene, su plácida belleza transmutada en vejez y arrugas. Un aroma a flores marchitas emanaba de su cuerpo. Abrió lentamente la boca mientras unas lágrimas espesas surgían de las comisuras de sus párpados caídos dejando dos surcos negros en su cara. El sonido que salió de su garganta fue un gorgoteo bronco e irregular, como un lamento, al tiempo que tendía sus brazos hacia mí. Después, de pronto, calló. Se mantuvo así durante segundos que se me hicieron eternos. Las lágrimas se perdían en su luto y la negritud del cubo. Su rostro era una máscara neutra de perpetuidad. Los puños seguían apuntándome, ofrecidos. Todo lo demás sucedió en un instante: abrió la boca, abrió los ojos, abrió las manos. El chillido me aguijoneó los tímpanos mientras las nieblas de Irene se escapaban de sus cuencas vacías. En las palmas de sus manos, estaban los ojos, vítreos, sin vida, desnudados del vaivén de su bruma. Quise separarme, huir, pero el aire se había convertido en un ovillo de púas invisibles. Hacer un simple gesto, dolía. Sumé mi grito al de ella, frente a frente, a un palmo, su olor descompuesto penetrando en mis fosas nasales, asfixiándome, tan denso que podía paladearlo. Noté cómo algo tironeaba de mis propios ojos, me los arrancaba al fin y me dejaba ciego mientras las nieblas se colaban por mis órbitas vacías anegándome el cerebro.

He seguido gritando bastante después de despertarme. Le he gritado al televisor, le he gritado a la chica en bikini del anuncio de Pepsi, he gritado hasta caer en la cuenta de que podía ver. En un impulso, me he llevado los dedos a los ojos y he apretado hasta dolerme. He reído, he llorado, he comprobado que mis lágrimas eran debidamente transparentes. Luego, he ido al baño a vomitar.

Dos tilas y cuatro ansiolíticos más tarde, las sensaciones se han ido mitigando, aunque no han desaparecido (un olor como a flores muertas). A medida que las horas y el contacto de la realidad me han ido distanciando de la pesadilla, ha empezado a asomar en mí el espíritu crítico del escritor. Me sorprendo analizando la relevancia que todos los sentidos han tenido en el sueño. Hasta ahora, mi mundo onírico había estado sujeto básicamente a un concepto visual. Nunca antes los olores, los sonidos, el tacto, los sabores, habían irrumpido de forma tan vívida. Anoto mentalmente consultar este tema con mi psicoanalista.

El sonido del teléfono me expulsa de mis reflexiones. Al otro lado del hilo suena la voz familiar y ronca (un gorgoteo bronco, como un lamento) de mi editor. Sí, va muy bien, claro que estará lista dentro del plazo... ¿Al golf? No, hoy tengo planes con Irene... Que te los voy a contar a ti, ja, ja... Venga, abrazos a la familia... Chao, Miguel, chao.

Miro el reloj (unas manos y una cara relucientemente pálidas). Ella está a punto de llegar, tendré que preparar algo rápido para comer. Ensalada de pasta, por ejemplo. Vale. ¿Dónde he puesto el cuchillo del pan? ¡Auh, mierda! Me he quemado con el puto mechero, nunca me acuerdo de comprar un encendedor de cocina. Los macarrones... Vaya, he dejado las bolsas del super en el coche. Al garaje, entonces. ¿Cómo empezaba “Desafinado”? Que no peto dos desafinados... No eso es después. Se você, se você... Aún me voy a matar con estos peldaños. El interruptor... ¡Aquí! Se você... Sí, eso: Se você disser que eu desafino, amor... Espero que lo haya dejado abierto, no he bajado las llaves. Saiba que isto em mim provoca imensa dor... ¡Ajá! Hubo suerte. A ver... Bien, no me olvidé los macarrones. Entonces listo, vamos para arrib... ¿? ¿Y se puede saber qué hace aquí el cuch...?

Miro el cuchillo ensangrentado en el maletero y se desencadena un relámpago en mi cerebro. Dejo caer las bolsas al suelo, como a cámara lenta veo abrirse con el golpe el paquete de macarrones que se desparraman (las nieblas de Irene se escapaban de sus cuencas vacías). En un instante comprendo que ella no va a venir a comer, que es mentira que la haya visto alejarse taconeando su sensualidad elegante, que hoy no hemos desayunado entre arrumacos ni me ha regalado su amanecer de abanicos.

Su voz me llega desde más allá de la cabaña donde tarde o temprano la encontrará la policía (gatita ciega). Su voz tira de mi mano hacia el cuchillo. No soy yo quien lo acerca a mi cara sino ella, que tira y tira de mis ojos para arrancármelos y que la niebla me inunde. Porque los dos sabemos que es la única forma, que su niebla me inunde con el sabor de todas las Irenes, que las una en la Irene completa y pueda desvelar su misterio. El de la niña, la mujer (la anciana) con humo en los ojos. Al fin.

Texto agregado el 29-08-2004, y leído por 442 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
13-09-2004 uFF El final da pánico. Y que riqueza. Cada párrafo es un joyero. hemefeo
04-09-2004 Tuve que empezar a leerlo dos veces ... me perdi por el camino. pero al final llegué a puerto Muy bueno. un saludo franlend
02-09-2004 ¡Muy buen cuento!, mis saludos claro. guy
29-08-2004 Maestro! huidobro
 
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