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Inicio / Cuenteros Locales / lavabajillo / DESVARIOS Y CONFESIONES III

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Carmen me había invitado al cumpleaños de Noelia que la familia iba a celebrar con los más íntimos en la casa de campo del pueblo. Me hacía ilusión volver a ver juntas a las dos mujeres que habían trastocado mi vida. Salvo algún contacto esporádico en la calle, no había coincidido con ambas desde aquel primer encuentro en mi estudio. Deseaba contemplar a las dos, compararlas, percibir al unísono su presencia: la de una mujer madura que había subido los escalones vitales del amor roto, de la maternidad y del incipiente deterioro físico, pero que, de pronto, se había dado la vuelta en la escalera y había saltado como una adolescente hacia abajo, al peldaño del amor para subirlo de nuevo; y la de aquella mujer joven, hecha ya, en plena explosión de su naturaleza, con un largo camino por recorrer todavía. Por otra parte, no podía desairar la deferencia que Carmen había tenido conmigo, incluyéndome en el círculo de sus más allegados. Cuando dejé la carretera y giré a la derecha por el camino de tierra, el cielo, en aquella noche de Septiembre, ofrecía un espectáculo maravilloso: una rajita de melón de luna aparecía suspendida sobre la silueta apenas perceptible de la sierra y, sobre un fondo negro azabache de cartón, las estrellas reverberaban en una atmósfera limpia, sin rastro de nubes.
--Jesús, me alegra que por fin hayas podido venir.
Carmen me abrió la puerta con la mejor de sus sonrisas y me besó en ambas mejillas.
Entré al salón y Noelia se acercó a mí, cogiéndome del brazo y llevándome hacia el sillón donde se encontraba su abuelo. Aquel hombre, que había sido una fuerza de la naturaleza, intentó levantarse al ver que me aproximaba con intención de saludarlo y yo se lo impedí tomándolo de los brazos.
--Joaquín, está usted muy bien. Ya quisiera yo llegar a sus años en sus condiciones.
Joaquín me saludó por mi nombre y se me quedó mirando; pero su mirada parecía fija en un punto tras de mí. No cabía duda de que el alzheimer empezaba a hacer mella en él.
Saludé a gente que no conocía y que me iban presentando. Tomé una copa de vino y madre e hija, cogidas de mi brazo, se empeñaron en enseñarme la casa.
La casa era una verdadera joya, con dos plantas y tantas habitaciones que casi se perdía la cuenta de las que había. Estaba gustosamente decorada en rústico, queriendo poner de relieve que había sido y era una casa de campo. El dormitorio de Carmen conservaba la cama de matrimonio grande y vestida con una colcha blanca de hilo que, a pesar de los años, conservaba la nitidez del color.
--Jesús, mi madre la hizo a mano antes de casarse, como tantas otras de su ajuar, y quiere que mi hermana y yo nos las llevemos.
--A mi ya no me hacen ninguna ilusión, sino todo lo contrario. Me traen malos recuerdos.
--Mamá, lo pasado es pasado. Tienes que pensar en la vida que tienes por delante. Eres joven aún y estoy segura de que encontrarás un hombre que te hará verdaderamente feliz.
--Llevas razón. Todavía no es tarde para mí. Voy a encontrar al hombre de mi vida, si es que no lo he encontrado ya.
Sonrió pícaramente apretándose a mi brazo.
--Mamá, que cosas tienes. Estás desconocida.
En la mesa, Carmen me situó a la izquierda del patriarca que la presidía, junto a Noelia, que se sentaba junto a su abuelo. A la derecha, Juanita dedicaba más atención a su abuelo que a su novio que parecía comprender la situación. Carmen se había sentado al lado de su futuro yerno, en el punto más cercano a la puerta de comunicación con la cocina para ordenar el servicio de aquellos platos que había preparado con ilusión y conocimiento. Los demás comensales, familiares cercanos, permanecían para mí en una especie de penumbra, desdibujados tanto por mi desconocimiento de sus vidas como por mi falta de interés. Eran figurantes de una opereta que llenaban el escenario, pero perfectamente prescindibles en el discurrir de la obra. Los personajes principales respiraban felicidad y armonía. Los platos, exquisitos, iban siendo degustados y Carmen me pedía opinión sobre cada uno de ellos. Yo, sin faltar a la verdad, elogiaba la calidad de los productos, el punto de cocción y la originalidad de las recetas rescatadas de la tradición, sin olvidar el espléndido vino servido. Noelia y yo divagábamos sobre temas profesionales que, de vez en cuando, interrumpía para dedicar una sonrisa a su abuelo o hacerle un mimo como a un niño pequeño. Carmen no nos quitaba ojo de encima y parecía adivinar los furtivos contactos del píe de Noelia sobre mi pantorrilla. El abuelo se retiró y todos los invitados se desperdigaron por el imponente patio interior de la casa con una copa en la mano.
Carmen volvió de las habitaciones superiores y, tomándome del brazo, me rescató literalmente de la conversación sobre la temporada de caza en la que dos primos hermanos suyos, dando por supuesto mi interés por la cuestión, pretendían involucrarme.
De repente me vi en el exterior, pisando el césped que rodeaba la piscina y sintiendo caer el rocío de la noche.
--Hace una noche preciosa, Jesús. Fíjate qué cielo tan limpio. Hay noches de agosto que me tumbo en la hamaca, bien abrigada, contemplando el firmamento.
--Carmen, estás muy romántica esta noche.
--Como quieres que esté con una noche como ésta y cogida de tu brazo.
Caminábamos ya por un sendero estrecho que nos llevaba a lo que en la oscuridad me pareció un huerto de limoneros.
--¿Te has dado cuenta de que en el campo la noche huele?
--Llevas razón. Quizá las plantas y las flores abran sus poros en busca del rocío.
Este huerto no olerá igual mañana a las dos de la tarde.
--Por cierto, estoy pensando en lo bien que parecéis llevaros Noelia y tu. No sabes cómo me alegra. Esa relación profesional seguro que será muy fructífera para ella.
Menos mal que de noche no se aprecian bien los cambios de color, porque Carmen habría observado, sin duda, el matiz bermellón que ofrecía mi cara. A mi edad, no pude controlar la reacción fisiológica que se apoderó de mí, pero, al momento, continué la conversación como si nada.
--Tienes una hija excepcional, Carmen. No te puedes imaginar lo competente que es en su profesión. Te aseguro que hasta he pensado en ofrecerle un puesto en mi bufete.
--Eso sería estupendo. ¿No necesitarás por casualidad una secretaria muy particular?
Carmen se había puesto frente a mí en medio del camino, impidiéndome el paso, sonriéndome y rodeándome el cuello con sus brazos. Al momento estaba besándome como una loca. A lo lejos se oía el croar de las ranas y en mi cerebro resonaba una sinfonía olorosa, verde-oscura y salada.




















VII


Noelia no había parado de hablar con Juanita y su novio de los planes de la pareja, de la posibilidad de casarse más adelante, cuando las perspectivas laborales se afianzaran y terminaran de poner su piso. Entonces se plantearían el ser padres. Noelia se había mostrado de acuerdo con todo aquel diseño vital de su hermana y su futuro cuñado, pero no se sentía afectada personalmente.
Mientras avanzaba por la estrecha senda buscando que el frescor de la noche la aliviara del incipiente mareo que el vino le había provocado, se encontró, casi sin darse cuenta, reflexionando sobre su propio proyecto vital. No se veía en la misma situación que su hermana. Más bien se imaginaba disfrutando del amor en soledad, ella en su casa, dedicada a su trabajo y sin sufrir las cortapisas que la convivencia en pareja implica para la libertad individual. Sólo un pequeño pero importante reparo se oponía a ese planteamiento: le gustaban los niños, quería ser madre, cumplir con la naturaleza y hacerse vieja viendo crecer a sus nietos.
Sabía de mujeres, artistas, políticas, profesionales, que habían afrontado la maternidad desde su individualidad, sin hacer partícipe de ella al hombre al que quizá amaran, pero al que sólo utilizaban como agente necesario, aunque ya no tanto, para tal fin. En realidad no estaba convencida de que aquella fuera la mejor opción.
Andaba inmersa en estos pensamientos, cuando, al empezar a salir de una leve curva que describía el camino, apenas distinguió algo al fondo, ya entre los primeros limoneros, que llamó su atención: Una sombra oscura, compacta. No era un árbol mecido por el viento. Vislumbraba una sola línea recortada entre la claridad nocturna que albergaba dos siluetas fundidas y entrelazadas. Instintivamente se echó hacia un lado del camino y, durante unos segundos en los que veía como a través de un visor nocturno-, sin el fondo verde, se le hizo la luz en su mente.
Volvió lentamente sobre sus pasos, intentando hacerse invisible en el claro-oscuro de la noche y simplemente desaparecer. Cuando ya se había alejado lo suficiente, retomó el paso, recobró la compostura que poco antes había perdido y se acercó a la casa sonriendo para sus adentros.
--Noelia, ¿dónde te has metido?
Juanita reclamaba su atención.















VIII

Desde el fondo del patio de la casa, Noelia nos vio llegar. Nuestras caras, que debían ser como un poema abierto, lo decían todo, aunque le llamó la atención en particular la expresión de su madre. No recordaba haberla visto antes con esa alegría interior que se desparramaba por su boca sonriente, por sus ojos llenos de brillo, que se hacía notar en su paso firme y en su cuerpo erguido.
En un momento determinado, mientras Carmen se dirigía hacia el lugar donde se encontraba un cuñado que requería su presencia, Noelia se acercó a mí. Yo no sabía si para que no me quedara solo o, aprovechando precisamente el momento en que me había quedado sólo.
--¿Cómo lo estás pasando? ¿Qué tal con mi madre? Se os ve muy sonrientes y dicharacheros, muy cómplices, diría yo.
--Tenemos mucho que contarnos después de tanto tiempo sin vernos.
--¿Y el paseo nocturno? ¿Te ha enseñado el huerto?
Había salido indemne de las primeras preguntas de Noelia, pero de pronto tuve la sensación de que el interrogatorio no había acabado, de que Noelia iba estrechando sutilmente el cerco y llevándome, no sé si de la mano o a empujones, al momento y al lugar en los que no quería estar.
Un ligero movimiento de cuello, el sudor que empezaba a hacerse notar, una cierta sensación de sofoco y el color sonrosado que se instalaba en mis mejillas sin poderlo evitar, me hicieron quedar desnudo a la intemperie, mentalmente descolocado, sin saber qué decir, ni cómo reaccionar.
--No te preocupes, cariño. Ella se lo merece todo… Y yo también.
Cogiéndome del brazo me llevó hacia donde estaban Juanita y su novio.
--Juanita, Jesús y yo hemos estado hablando y creemos conveniente que, antes de casaros, hagáis capitulaciones matrimoniales. Nunca se sabe…
La noche recobró la normalidad. Hablábamos de cualquier tema con cualquiera de los invitados y nos movíamos de un grupo a otro con la copa en la mano.
Cuando mi coche superaba la verja de salida, vi a Carmen y Noelia cogidas del brazo despidiéndome agitando las manos, sonrientes y felices.
Me acomodé en el asiento del coche y, mientras conducía lentamente por el camino de tierra que me llevaría a la carretera, no podía retirar de mi mente la noche que había vivido. No era posible que me estuviera pasando a mí. Puse la radio a tope y empecé a cantar con Sabina aquello de “quinientos días y quinientas noches”.

Texto agregado el 23-08-2014, y leído por 164 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
24-08-2014 Me agradó la descriptiva que pone al lector en la escena. gcarvajal
24-08-2014 Un relato agradable y una narrativa excelente. Saludos Raramuri
23-08-2014 Fue un gusto leerte. esclavo_moderno
 
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