Solía ilustrar su perplejidad con una vieja foto que agonizaba en sepia, surcada por irregulares grietas que amortajaban sobre el brilloso papel la figura de un niño. Este es el único recuerdo auténtico que conservo de mi padre en aquellas tempranas mañanas de otoño por los caminos internos del zoológico. Una sencilla aventura de domingo, cuyo trazo afectivo no escapaba por su singularidad al que repetían simultáneamente otros muchos; pero esos paseos me pertenecían, nos pertenecían y dibujaron huellas en mí que aún están frescas. Verá…, me dijo, guardo de él en esta foto, nada más ni nada menos que su mirada sobre mí. Tal como me veía en ese momento; el inalterable testimonio de su presencia sellada en mi imagen. No podría asegurar, sin embargo, qué porcentaje le he aportado a esa figura y cuánto le puso él; y a sabiendas de que irrefutablemente se trata de mí, cada vez que la he observado, me costó reconocerme plenamente. Es como si para el resto de la vida se hubiera congelado no una estampa sino una mirada, que trascendiendo inexplicablemente a la muerte, posó sus ojos instalándose en quien la observase; y en un acto irrenunciable transfiere esa peculiar y modesta herencia cuya mayor fortuna se cifra, justamente , en haber burlado lo material tomando la forma de un milagro eximido de dios, de una caricia inalterable capaz de atravesar nuestras frágiles memorias transformando esa postal, tal vez, en el lenguaje del alma despojado de toda vulnerabilidad. Sólo después de mucho tiempo cuando dejé de buscarme en foto pude comprender este maravilloso prodigio y lloré amargamente la impotencia de no poder escapar de la pose para correr a abrazarlo…