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Inicio / Cuenteros Locales / daniel18 / … anotaciones sobre un constante Déjà Vu

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Noche tras noche me sentaba en el borde de la cama junto a la mesa de luz y comenzaba inevitablemente a deslizarme por una pendiente esperando recibir el impulso decisivo que me desalojara de esas lacerantes cavilaciones que tanto me mortificaban y no me permitían, de facto, gatillar de una vez por todas. Se trataba física y mentalmente de hacer equilibrio en un borde filoso, de ir caminando a tientas por una cornisa con los pies atados, hoyando sobre todo y nada al mismo tiempo. Así, sujeto a esas persistentes miradas inquisidoras, que no se permitían siquiera parpadear, se agigantaba en mí la certeza de que exhibía, atribulado, mis miserias como un animal desnutrido, cuyo esqueleto le pesa horrores e indefectiblemente no lo puede disimular.Entonces, paciente, reeditaba una y otra vez la misma tarea en pos de la ansiada y posible epifanía para la cual sólo me quedaban los últimos jirones de dignidad.Abría el cajón y retiraba una vieja canopla de madera que por una rareza o carambola del destino conservaba desde la infancia. Tenía pegada en uno de los extremos de la tapa corrediza una desagradable calcomanía de flores en ramillete, atadas por un patriótico moño escolar, algo difícilmente de catalogar no solo por la inexplicable vetustez en la concepción del diseño sino por el dudoso buen gusto y la escasa atracción que le pudiera provocar a un niño esa triste figurita colocada con la única e irrefutable obligación de ornar una miserable cajita de madera, escindiéndose de cualquier estímulo estético o afectivo. En su interior guardaba un arma envuelta prolijamente en una franela a cuyo abrigo y ocultamiento se hacía menos feroz; un poco más piadosa si entre tanta agonía se puede afirmar eso.Esmeradamente comenzaba a lustrarla durante horas acompañando al memorioso tacto, ya familiarizado al inexpresivo y frío cromado, con la cadencia de una respiración que se tornaba cada vez más imperceptible, corroyéndome progresiva y sigilosamente en todo a excepción de las yemas de los dedos, que sentían como se desgranaba sin remedio mi historia en una tarea inversa a la de cualquier simple escultor. Luego ponía el revólver debajo de la almohada y me recostaba con la levedad propia de aquel que no desea percibir que las agujas del reloj continuarán corriendo indistintamente con la misma precisión e imparcialidad con que también lo hacen para quien ansia verdaderamente amanecer. El sopor ganaba mi vulnerabilidad desarropándome gradualmente de la falsa coraza espartana que cargaba a cuenta de la endeblez de mi espíritu. Sibilante desplazaba la palma derecha sobre la tersa sábana hasta encontrar la culata que apretaba con todas mis fuerzas dejando que el labrado de las cachas se fundiera perfectamente con la piel sudorosa de mi mano. Lo hacía hasta perder por completo la sensibilidad y porque no también el asombro de asirme desesperadamente de algo, aunque esto fuera la misma llave del infierno. Dormitaba culposo y a los saltos hasta que la recurrente visión de un niño abrazando desconsolado a su madre arrodillada en una playa me sobrecogía parcialmente. Ellos parecían no percatarse de la acompasada resistencia sonora que marcaba el agua entre un bote y las piedras de la orilla a las que estaba amarrado. Emergían entre el flujo y reflujo borbotones de espuma como manotazos que buscaban agarrarse del cabo que hacía lo imposible por no desprenderse ante la indiferencia de ambos que se manifestaban absortos en continuar aferrados; y Yo, en vilo por ellos y por el bote, trataba con denuedo de sostener la vigilia hasta que me perdía impotente en la profundidad de la perspectiva que los envolvía. La desazón al despertarme era devastadora ya que comprobaba con inmensa amargura que al continuar con vida el valor me había vuelto a esquivar. A todas mis culpas y frustraciones les debía adicionar otra más... que por repetido, el reproche, no dejaba de morderme el alma. Eso fue durante mucho tiempo más allá de que parezca paradójico lo que me mantuvo vivo; aunque desafortunadamente comprendiera más adelante que el disparo ya lo había realizado. Sólo que cuando pude oír la detonación descubrí asombrado que irremediablemente la bala había dado en el blanco; y para entonces había descendido del último peldaño impulsado por la inercia de mi necedad.

Texto agregado el 23-08-2014, y leído por 75 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
23-08-2014 Excelente redacción.Me mantuviste en vilo hasta el final.UN ABRAZO. GAFER
 
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