Era la tercera vez en poco tiempo que la monitora le echaba en cara el alboroto que montaban los niños cuando se quedaban a solas con él en clase. Y la monitora tenía razón: en esas ocasiones le resultaba prácticamente imposible conseguir que estudiaran o hicieran sus deberes en silencio.
Desde el primer día que llegó al centro, Juan les había cogido cariño a los chavales y sabía que aquel sentimiento era recíproco. Solía bromear con ellos y, cuando acababan las clases, incluso había participado de sus juegos. Este trato cercano había tenido una consecuencia indeseada: los niños no le veían como una autoridad. Cuando, por un motivo o por otro, la monitora tenía que ausentarse, se transformaban en pequeñas fieras y no podía hacer que pararan de gritar y de molestarse unos a otros.
En cualquier caso, los modos poco delicados, casi desagradables, con que la monitora le criticaba le parecían excesivos. Al fin y al cabo, sólo muy ocasionalmente se quedaba a solas con los críos y, cuando tal cosa sucedía, hacía todo lo que estaba en su mano para que la clase no se descontrolara. Esa misma tarde tomó una decisión radical. Acabadas las clases les dijo a los niños que se quedaran un rato más porque tenía algo que decirles. Tras contarles lo mucho que los quería y lo a gusto que estaba con ellos, les dijo cuál era la situación y les colocó, por así decirlo, la pelota en su tejado: aunque él quería seguir dando clase a ese grupo, si continuaban con su mal comportamiento tendría que marcharse.
Una vez en su casa, Juan pensó que quizá esta vez había pecado de lo contrario de lo que había pecado hasta entonces. Si habitualmente se había comportado como un niño, ahora quería que los niños se comportaran como adultos. En lugar de resolver él la papeleta, pretendía que ellos se hicieran cargo de la situación.
A la semana siguiente, cuando fue de nuevo al centro, la monitora volvió a ausentarse durante unos minutos y los críos volvieron a hacer de las suyas. La regañina no había surtido efecto. Los niños le habían fallado. Sólo eran niños, pero le habían fallado. Esa misma tarde le dijo a la monitora que ya no volvería al centro. Se iba por decisión propia. Ella le dijo que, antes de tomar una decisión tan tajante, quizá fuera mejor que lo hablara con la jefa. Ante el aparente apoyo que ésta le mostró, decidió darse unas semanas de plazo para ver como evolucionaban las cosas.
Juan se sentía a atrapado en una pinza. Por una parte estaba la decepción que le había supuesto el comportamiento de los críos, que veía poco menos que como una traición, y, por otra parte, estaba la actitud de la monitora hacía él, que no podía ser más fría y distante. Un día la monitora le dijo: “si quieres seguir trabajando con nosotros, perfecto, pero si quieres irte, te vas; no esperes de mi que te pida que te quedes”. Aquello fue la gota que colmó el vaso. Ya no había marcha atrás. Con gran dolor en su corazón hizo lo único que podía hacer: irse y ya no volver más.
Algunas semanas antes de irse, Juan había comentado en el centro, para que le dieran su opinión al respecto, su intención de hacerle un pequeño regalo a una niña con motivo de su cumpleaños. Esa niña, que tenía el bonito nombre de Lianca, le había mostrado siempre mucho afecto y había sido ella misma la que le había hecho saber cuál iba a ser el día de su cumpleaños. Tanto la monitora como la jefa se mostraron contrarios a la idea. Según ellas, no se podía tener trato personal con los niños. Los monitores y los voluntarios tenían que ir al centro, dar sus clases y nada más. Cualquier vinculación afectiva, tanto con los niños como con sus familias, estaba radicalmente prohibida.
Una vez rota su relación con el centro, Juan se vio libre de la obligación de obedecer lo que le decían. Un día le dijo a la madre de Lianca, cuando ella iba hacia el centro, que quería regalarle a la niña un caleidoscopio por su cumpleaños. La madre se mostró muy agradecida. Pero, cuando volvió del mismo, le dijo que no podía admitir el regalo, que no era correcto, que lo correcto era hacerle un regalo a todos y cada uno de los niños de la clase. Estaba claro que habían hablado con ella y le habían lavado el cerebro.
La sensación de malestar que sintió Juan es fácil de imaginar. Lo que ya no es tan fácil de imaginar es la absoluta incredulidad y la absoluta indignación que se apoderaron de él unos días después. Un mensaje recibido en su correo electrónico, enviado por la jefa del centro, decía que él no tenía madera de voluntario, que sólo buscaba el respaldo de los demás y que el buen voluntario tiene que entregarlo todo y no buscar nada a cambio. Eso quedaba muy bien, pensó, pero pensó también que no tenía ningún sentido seguir trabajando en un sitio en el que la gente no le mostraba su apoyo, ya que era ese apoyo el único indicador con que contaba para saber que su labor estaba siendo útil. Al final del mensaje venía lo incalificable, la ignominia. La jefa le amenazaba con llamar a la policía si se acercaba por el centro. Según ella, la madre de la niña estaba muy preocupada. En el mensaje de respuesta, le entraron unas ganas terribles de mandarla a la mierda. Se limitó a formular una simple pregunta: cómo no se le caía a ella la cara de vergüenza por haberle metido toda esa preocupación a aquella mujer. ¿Cómo era posible tener el corazón tan negro?
PS Este relato está basado en hechos reales. Se han omitido los nombres de la monitora y de la jefa del centro porque sus hechos y sus palabras ya las definen bastante.
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