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Recuerdo en especial una de las ocasiones en la que fuimos a visitar a mi padrastro a la clínica en Villa Ortuzar. Fue durante esos períodos de recaídas, como designaba mi madre, a aquellas prolongadas ausencias por su parte en el hogar y que cada vez se hacían más reiteradas. Era en verano al atardecer y el bochorno de la calle nos empujaba el paso hasta el edificio de mitad de cuadra que yo reconocía desde lejos por los robustos naranjos de la entrada. En el interior, los pasillos se iban abriendo a la frescura aliviadora de sus paredes que se mezclaba con un tenue olor a desinfectante que parecía estar suspendido a centímetros del piso. Nos dirigimos como autómatas hasta la sala de visitas y luego de anunciarnos nos sentamos en silencio mientras mi madre apretaba con fuerza las manijas de su bolso; y creo, por cierto, que deseaba expresar algo que nunca se atrevió a mencionar en voz alta. Nos abrieron la puerta y en esa oportunidad lo vi más alto, más espigado, plantado sobre sus pies seguro y definitivo en su postura viril. Arrancaba desde unos lustrosos zapatos abotinados de un negro impoluto continuándose por el pantalón azul marino recortándose por la raya hasta rematar en un cinturón de cuero que mi fantasía resolvía que era para evitar que la etérea camisa blanca que lo cubría flotara libremente. Estaba de perfil a nosotros y de frente a un cuadro, cuya réplica remedaba una batalla naval, y que mucho después reconocí como trafalgar. Si se me permite el término, lo estaba auscultando por encima del marco de los anteojos oscuros, porque esa era la estricta sensación que daba. Al percatarse de nuestra presencia retrocedió unos pasos y asomó una ligera sonrisa aprobándonos, que marcaron los labios con disimulo a través del frondoso, renegrido y perfectamente recortado bigote. Allí volví a verlo crecer nuevamente e intuí que sus ojos manifestaban un pequeño salto a la ternura. Mi madre agachó la cabeza y apenas ensayó un pálido saludo de reencuentro, mientras Intentaba sacar de la cartera los atados de cigarrillos negros que él fumaba pero la angustia la exponía a una torpeza que no le era propia. Desde mi ignorancia infantil no podía despejar ese enigma que nos planteaba: éramos todo eso con lo que la carga afectiva implicaba, y no éramos, con la definición de quien desconoce y hace un tímido e infructuoso intento por descubrir. Con los ojos humedecidos mi madre lo seguía atenta. Le dejó los cigarrillos sobre la mesa y me miró y volvió a bajar la vista. No sé ella cuanto más deseaba permanecer allí…
Comenzó a balbucir una frase que no concluyó ya que desde el extremo opuesto de la habitación apareció una joven doctora con el guardapolvo desabotonado evidenciando un avanzado estado de gravidez como un manifiesto y conciliador contraste entre tantas aristas duras. Y aún así sometida a la lógica agitación, su voz surcó el silencio con firmeza y cordialidad, “Ingeniero”, fue lo único que dijo y a mí me bastó para comprender la magnitud de la gravedad y que también existen enfermedades que no siempre lo primero que maltratan es el cuerpo.
Se recompuso automáticamente y con singular suficiencia alegó “un disponga nomás… ya he calculado todo y lo dejo a su criterio”.
Mi madre volteó la cara hacia un costado y no pudo ahogar el llanto que intentaba apagar en un pañuelito de mano cuya puntilla se deshilachaba fatalmente entre sus dedos.
Giró marcialmente sobre sus talones y retomó la atención sobre el cuadro ausentándose de todos nosotros.
Durante muchas noches imaginé que un día aparecería tal como ocurre en las películas de guerra. El soldado que retorna a su casa sorpresivamente, que regresa…; en otras muchas, simplemente lo aguardaba. La desilusión se fue incorporando entre nosotros y por mi parte comencé en descreer paulatinamente en los filmes de Hollywood. Desde entonces ya no lo recuerdo con tanta firmeza salvo en alguna esporádica estadía en casa hasta perder definitivamente su registro por años. El paso del tiempo y la muerte de mi madre también le proveyeron una suerte dispar en el frenopático.
En mi última visita lo vi tan pequeño como eran realmente los naranjos de la entrada. Estaba ensimismado a un costado en la sala mirando encorvado una silueta sobre el empapelado descolorido de la pared donde hubo antes un cuadro.
Su desaliño, por desgracia, no era tan sólo estético y eso lo hacía más indefenso.Ni siquiera me notó en el sitio. Murmuró algo parecido a la palabra Nelson y se sonrió un poco sin quitar los ojos del muro. Saqué de mi bolsillo dos paquetes de cigarrillos negros y se los dejé como de costumbre sobre la mesa junto al florero. Vea lo que le trajeron “ingeniero”…, navegó afectuosa por la habitación la voz de una doctora desde el vano de la puerta y no pude, lo juro, sustraerme al impulso de buscar su vientre con la mirada.


Texto agregado el 22-08-2014, y leído por 90 visitantes. (0 votos)


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