-No sé porque hermana, pero me da mucha desconfianza ese tal Don Manuel--decía Mercedes.
Ausente del poblado por más de diez años.
-hay Dios Meche, si vieras como cambió a raíz de la muerte de la Matilde, su mujer, que Dios tenga en su Santa Gloria. Respondió Micaela, su hermana.
Y se santiguaron al decir esto. Mientras paradas desde la puerta de la cocina, miraban la casa de material de Don Manuel, rodeada de casuchas de láminas de cartón, iguales que la suya.
Después de la muerte de Matilde, Manuel Rodríguez empezó regularmente a visitar a Micaela, lo mismo que a una que otra de las vecinas. Platicaba largo y tendido con los maridos, y con ellas mismas. Las criaturas iban creciendo. Un día, caluroso como los más en Altamira, pardeando la tarde, comentó en aquel corrillo.
-Cómo están grandotas las chamacas.
-¿Cuántos años tiene su Josefita? Había dicho.
-Catorce cumplidos. Había respondido Micaela.
-ya tienes que empezar a cuidarla—dijo Don Manuel, volteando a ver al marido de esta.
Pasaron tan sólo unos días de aquella conversación, poco después don Manuel ofreció a Micaela y a las otras mujeres el baño con regadera.
-sólo para las muchachitas. Había dicho.
-ya son unas hembritas, y no pueden andar expuestas a que cualquier fulano las vea.
-hay me dan diez o doce pesitos al mes, por lo del agua.
A partir de entonces le cambio el semblante al viejo. De nuevo la sonrisa en el rostro y los buenos modales. Había sido por su buena acción decían los vecinos, o quizás porque, de cuando en cuando se asomaba discreto, a su puesto de observación. |