La segunda vez que escuché acerca del hada fue en el semanario de la parroquia. “Helada del corazón” tituló con saña, cometiendo otro grave error, acerca de este ser indefenso de otro mundo quien aseguró que jamás escuchó hablar de infierno, limbo o purgatorio. Afectando gravemente el negocio monacal.
Helada era distinta; para la tarde de agosto que me crucé en su vida, ya lucía desangelada: enfundada en una chaqueta de cuero dos tallas más grandes que le servían para arremangar adentro sus alas. Estaba ceñida por el cinto a una diminuta cintura que la hacía parecer aún más etérea.
Después de ese día jamás pude olvidar la impresión de cómo alguien puede estar tan ausente de sí mismo. Por ello cuando la vi por primera vez, tratando de arrear torpemente dos unicornios por el medio de la Plaza de la Mariposa, musitando y suplicando perdón por el hecho de estar viva, me sentí conmovido y espante las bestias palmoteando sobre sus grupas mientras desaparecían al trote, dejando un rastro de sales permanganato y olor a escarlatina.
- Que viaje tan severo amistad - Me confesó uno de los últimos mendigos que quedaron después de que la multitud abandonó el lugar revisándose sus bolsillos.
Ella era así, por donde su hilo del destino se tensaba al enredarse con las fibras humanas, la fantasía sucedía, aun contra todo pronóstico y su más férrea oposición volitiva, lo mágico distorsionaba la realidad y provocaba peligrosos pliegues en las páginas del libro del destino.
Tal vez por temor a la multitud que aún alucinaba, ella decidió escaparse conmigo y siguiéndome con pequeños vuelos y levitaciones, llegó a la puerta del gran hotel. Introducirla a hurtadillas en la suite Presidencial fue sencillo, pero en cambio requirió un gran esfuerzo adecuarme a su peculiar anatomía en la cama. Asi que allí estaba yo, encoñado por una hada, yo que era un ascensorista invisible en el hotel Cordillera, y sobrevivia apenas elevando estrellas hasta el penthouse, consiguiéndoles un pase, tequila de contrabando o amor de pago.
Para cuando aspiramos nuestra primera raya, una canela fina que yo guardaba como un talismán para espantar la pobreza, esa idea se afianzó indeleble en mi mente, acerca de cómo podía usar el poder de Helada para amplificar mundos sutiles.
No puedo recordar mucho de esos días, al menos nada que pueda parecer real para llenar esos informes Señor Inspector. Solo sé que el tiempo se nos esfumaba entre picarnos la vena, contar dinero y prodigarnos baños prolongados, paliativos de esta vida de excesos que hoy pasa frente a mis ojos como cuando en el metro la publicidad de las vallas se asoma por entre las ventanas mientras se detiene el tren.
No se siente más, no recuerdo nada útil, solo que por las calles corrieron ríos de esa anfeta “Helada del corazón”, ¿Se acuerda usted?, al principio solo se pepiaban los de farándula que se alojaban en el hotel, pero al final la jodieron mezclándola, cortándola y ahí fue que vinieron los muertos y hablaron los chivatos.
Por eso me importan un bledo sus amenazas, de pudrirme en la cárcel, pues no quiero estar más al lado de ella, y aunque a veces Helada abre túneles mágicos, portales entre nuestras celdas, allá en lo bajito de los muros, donde no conocen el nombre de la luz, me niego a penetrar, no quiero ser suyo en el reino de la fantasía. La preferiría aquí, mordiendo mi carne, chupando mis jugos, gastando mí esencia y aunque extraño mucho sentirme liviano entre sus alas, ya no quiero ni por una vez más, uno de sus putos conejos sacados del sombrero.
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