Cada mañana en que yo salía al trabajo vestido de “caballero” y dejaba mi ropa de trabajo que usé de niño, que para algunos era ropa folclórica, mi padre, mi taita, me daba un abrazo algo menos apretado que antes.
La verdad, es que la corbata me ahogaba, pero me acostumbré a estar ahogado desde niño, ahogado sin poder salir a la superficie con lo que yo era.
Algo debía hacer para ser yo mismo e ideé un plan. El primer día distinto en el trabajo, mi primer día del plan, fui vestido de cowboy, con sombrero, con jeans, cartuchera, revolver, y todo.
Al segundo día fui de Tirolés, con calcetas, pantalón corto que se prolongaba en una jardinera. Y un sombrero ridículo. Y al tercer día fui de árabe, con turbante y dejándome crecer la barba.
Cuando por fin mi jefe me llamó la atención por la vestimenta, le pregunté si en los días en que fui “disfrazado” al trabajo -así, entre comillas- mi desempeño había sido menor, si mi labor dejó de ser la misma o había cometido errores. Me dijo enfáticamente que no. Quiso enseñarme que lo que se viste o disfraza uno, no tiene por qué alterar el trabajo.
La palabra del jefe es sagrada, pero el abrazo de mi taita era y es superior.
Desde ese día fui al trabajo vestido de mapuche, de mapuchito -para algunos- y mi jefe no me pudo decir nada porque lo que uno viste o disfraza no tiene por qué alterar el trabajo. El Trarilonko en el hombre es lo de menos, seguro que las lamnien se disfrazan más, pero desde ese día yo dejé la corbata.
Cuando el resto de la oficina comenzó a llegar con jeans y zapatillas, con pantalones cortos y guayabera, y haciendo el mismo trabajo de siempre, el jefe una mañana se permitió llegar de rosado y negro.
Ahí se terminó el jefe. La verdad, se veía ridículo, chistoso. No se puede ser jefe de rosado.
La vestimenta no hace al trabajador, porque al patrón le da lo mismo lo que uno viste si uno produce y él se queda con eso de la plusvalía que me dijo el Maño. Pero si el jefe se vuelve cowboy, o rosadito, todo mal. Pierde respeto
¿O no?
Me lo encontré en el café y le pedí disculpas.
–Disculpe jefe, sé que le traje problemas.
-No peñi – que ya era mi apodo en la oficina- El problema me lo traje yo mismo hace tiempo- Y me explicó algo del disfraz que todavía recuerdo, pero no entendí lo que me dijo con eso de que él tenía un traje equivocado.
Era buen jefe, pero muy raro.
Mucho después entendí que mi taita estaba viejo y ya no tenía la fuerza de antes para abrazar. |